sábado, 11 de diciembre de 2010

cuento/UNA IMAGEN VAGA

Una ciudad y un living. Luces propicias para la lectura o para el spleen ceniciento, como una tarde invernal. La situación ideal para escuchar Weather Report. Holgazaneando mientras nadie lo impide, sintiendo, el peso de la vida, como si fuera un aura insoportable en torno a su imagen y a su nombre. Entonces un recuerdo, imperceptiblemente más vivo que la historia detrás de la historia. Y la mujer derramada en su sillón como agua en su cauce entre las grietas de un peñasco, olvida ese sitio de finas migas de soledad.
“En nombre del santo Capullo, te convierto en estrella. Flores en estrellas.”
Aquella mujer quedó atrás, en el presente. Seguirá respirando, lenta, holgazaneando. Aquel jazz lleno de juventud recorrerá los bosques encerrados en lindos marcos. Revestirá la casa de capas finísimas, como de miel, notas, mil abejas descansando mientras trabajan. Y el recuerdo es más que imagen traslúcida de tiempo. Dubitativa rompe la membrana del espacio. Y ahora es niña. Piensa como tal y el recuerdo, si por si acaso interrumpiese, será el futuro aquel, supeditado a la soledad y a la tristeza de pianos, saxos, melodías y redobles refulgentes.
Con una varita recorre, esa niña, planta por planta, desde una ruda hasta un rosal (como si estas fuesen alfa y omega y no una cromática ilusión circular como la música).
Tiene un vestido blanco que le permite andar descalza sin manchar los flecos que como finos hilos de agua, cuelgan meneándose a cada paso. Se pierde en la oscuridad, en el lóbrego patio y en la noche de epicúreos sauces y estoicos naranjales. El piso está fresco y mojado aunque permite que se lo pise con los pies desnudos. Sus ojos lloran. ¿Será por la emoción de ir haciendo magia con su rollo de papel, un tubo blanco y fino con una pequeña figura de cartón mal cortada en la punta?. Mucho no entiende porqué llora. ¿Será la tristeza de haber matado una flor al convertirla en estrella? ¿Será el miedo a su madre o, la culpa por haber traicionado a su padre al escaparse, ignorando la exigencia de no salir de la casa nacidas la luna o la noche? Aún llorando iba de flor en flor, de ruda en ruda, olvidándose poco a poco de su cuerpo de niña, raquítico, y de su rostro inventado, italiano y criollo.
El frío que sus pies sentían se evaporaba y el llanto también. Comenzaba a verse de nada, como un recuerdo. Y comprendía que su rollo de papel no hacía de vara mágica, sino que la magia hacía de su instrumento un dedo taumatúrgico.
Su cuerpo ahora era de gas, ella era sol y realmente nadaba en una constelación pues su anterior impulso en la inocencia sobre pétalos nocturnos, era entonces lo que es siempre. Y rozaba no sólo las estrellas de su cosmos (las margaritas de su patio; las corcheas impertérritas) sino el universo que tenía al alcance, y el inalcanzable. Se trasladaba con una sensación vaga de insignificancia, de tiempo en tiempo, de universo en universo.
Allí conoció soles más gigantes que ella. La luz de todos estos fuegos inmedibles le llegaban desde todas las inmensidades.
Pero entonces, la eternidad tenía esquinas y reconoció que si las cruzaba, se olvidaría de algo, que si bien no recordaba en absoluto no podía descuidar. Y se lo preguntó, qué era, y exactamente al mismo tiempo sintió la presencia de un objeto no tan luminoso, que transmitía desorientación y un algo de ondas distorsionadas. Lo rechazó sin excluirlo. Vivenció entonces como una ilusión muy poco flácida, es más, tan tangible o más que el conocimiento. E intentó, con un pensamiento preciso, identificar aquello. Supo que eran sensaciones humanas. Todo pasó.
Sintió el frío de la hierba y la humedad del barro formado por la reciente inundación del arroyo Sauce. Mas, gracias a la helada brisa, quien le supo, como una tela, envolverle toda, fue descubriendo un cuerpo, el suyo hasta saberse eso. Viendo nuevo un continente inmemorial. Descubriendo como un colono, el mundo en otro siglo. Así sintió su cuerpo: un extenso promontorio de músculos; una llanura de piel, un tormentoso diluvio, de tristeza derramada sin resguardo, desde la sangre, tras los brillos marrones, de sus ojos ausentes.
"En nombre del santo capullo, te convierto en estrella. En nombre del sol central de la galaxia te convierto en flor, flor, te convierto en flor". La niña dijo esto como si Dios fuera su verbo.
El llanto se secó instantáneamente, mientras, sus párpados delataban la aparición del sueño. Desistió esa noche de su rol de hada madrina de los matorrales, huyendo con ínfimos pasos, subiendo los peldaños del zaguán, olvidando las huellas barrosas sobre el piso de tablones. Transitando el pasillo hacia su cuarto como luz sobre espejos, muy suave, como agua en los peñascos, sobre sus cauces.
Entre dormida y maravillada, cansada por el desastre onírico; con la vigilia de haber sido viento y fuego a la vez se sacó su ropa: su pequeña bombacha que cambió por otra, limpia y perfumada; su vestidito de hilo con puntillas. Y en la misma penumbra encontró su cuerpo el interior de su cama como una lengua el paladar del otro, amante lleno de amor.
Y una sensación vaga de ser recuerdo, desembarcó su mente en un estuario algo cansado sobre una conciencia igual pero distinta. Y apareció un compás repleto de complejas dulzuras. La voluntad tornaba sin remedio al continente escuálido del presente, como los colonos exiliados hacia la ruina de todo, hacia lo peor de ellos.
La respiración se hizo más lenta, utilizando ásperos canales, y pulmones temblorosos. Retornaron los pensamientos de cuarenta años.
-La niña- pensó la mujer -aquella niña nunca se cansó de soñar y de hacer magia-. Aunque ahora la magia sea práctica, concisa, algo mediata, visible como no lo permite otra ciencia. Grandes experiencias para magias menores.
Ahora su vara es un control remoto, un celular, un soliloquio algo compartimentado.
Ya estaba plenamente consciente de su momento actual aunque hubiese deseado lo contrario. Holgazanea, sin otro objetivo que morir en ese instante como un televisor al ser desconectado.

En cualquier desamparado lugar, donde una noche no se hace noche por la luna ni por las horas, sino por sonidos tristes e inmensidades vecinas de luces eléctricas que suplantan a las flores, a las estrellas, a los padres, a las magias.
El último aliento del disco fue expulsado y la gran boca de la suite cerró sus fauces con un estrépito insoportable, dejándola atrapada en el oscuro silencio, en la bóveda.
Sólo brillaban unos dientes que la portátil salpicaba. Su mano no alcanzaba el control, sólo por eso interrumpió su ocio. Con la intención de usarlo partió hacia la muela donde el control yacía, pero en el medio del camino de su día distinguió en ella misma su infierno, su paraíso y su purgamiento. Se pasmó de sí. Inclinó su cara hacia los edificios vecinos por el recuadro de la ventana. Ya había olvidado por completo el reciente regreso a la infancia y aquella estadía en el cosmos. También se había secado el jazz insoportable a manotazos sordos de sus costas y empinadas salientes de hueso. Ahora era ahora, fría, suplida por un alter ego demasiado objetivo para lo horrendo del paisaje. Puede tirarse. Pararse en el labio de aluminio. Mirar hacia los pies del gigante de piedra. Y tentar al tedio con escapársele en picada. O puede tomar el control remoto y rogarle a la vida, música, una nueva música con que alimentarse: Kate Jarret, J. M. Serrat, Vangelis o su entrañable Mozart.
El viento en las alturas entra violento y recorre todas los túneles y sale sin cuidado de lo frágil. Es una verdadera respiración y en el medio ella, con lacrimosos movimientos, acurrucándose definitivamente en la segunda opción.
Un nuevo círculo de música giró en el aire. Logró holgazanear y ser feliz a pesar del llanto. Vangelis le pudo germinar en sus últimos minutos sanas nostalgias e ilusiones factibles, bálsamos mágicos a sus pies cansados de vaguedad y de vida.
Chariots of Fire; no son carrozas, son fuego que transporta y ella se incendió. Su corazón, acariciado apenas por la esperanza de otro recuerdo, tomó el rumbo de la muerte, súbitamente.
Y la música sonaba mientras nunca más la sangre, ese torrente histérico, sería torrente. Una a una las carrozas de la Opera Sauvage. Una a una las horas y los fuegos y el cuerpo reposando, perdido entre los dientes, dientes de las leyes, leyes de la mágica, casual, vaga existencia.

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