viernes, 17 de diciembre de 2010

cuento/EL MÁS FELIZ DE LA TARDE

Resulta que no todos los pormenores son tan menores para olvidarlos o para obviarlos en el reconto de mi vida; al hacer una sinopsis de mi argumento, debo cada tanto nombrarte simplezas, ni aburridas ni nada, son botones en el disfraz de payaso. Que curioso. Porque mi vida sería ese traje a penas cómico que distrae el pésimo espectáculo de mi cuerpo, entonces.
Ayer nomás estuve toda la mañana, ubicando libros. Los sacaba de una estantería y los acomodaba en otra, al lado de otro de misma editorial, misma colección o mismo autor. Pero los que estaban más bien solos, no tenían nada que ver entre sí y entonces pensé en que si hubiese estudiado bibliotecología como aquella novia quería, estaría entendiendo en profundidad el problema. Me pareció que los libros y la templanza del cielo estaban de acuerdo con ese pensamiento. Porque en un momento entró un viento y unas páginas sueltas de un tomo viejo de Borges, se movieron como abanicándose entre ellas.
Cuando tuve mi primer libro que ya no recuerdo cuál fue, tuve la sensación de que siempre había sido un gran lector, aunque jamás había leído uno entero y tampoco leí ese. En mi, los libros son como sus marcadores: se duermen entre las páginas de mis días, y me indican donde quedé aquellas veces que lloraba frío, semillas y llanto sobre el tangerino; o dónde estuve cuando sentí que el mundo me quedaba chico y caminé rumbo a mis sueños, que no se cumplieron, porque a los treinta kilómetros los tobillos se me partían. Y siempre un libro quedó llorando conmigo hasta el cierre del día.
Cuando encontré a Kafka me hice amigo de él. Lo invité a quedarse conmigo frente al fuego, en mi casa de familia entera, pero como ya estaba muy venida a menos la salud de esta y de mi madre, sentí que no le daría el trato que quería y postergué el encuentro para otros lunes.
La razón de estos pormenores, fue, hace un par de días, el pensamiento más fuerte que tuve.
La tarde estaba calma y yo tenía toda mi vida para mí sólo. Entré a mi cuarto y vi que mi vida iba bien. Era feliz, el más feliz en esa tarde en toda la ciudad. Salí de mi cuarto y noté que el cielo sin los vidrios era más claro, que las nubes andaban más rápido, que las plantas precisaban agua. Agarré la bicicleta que le compré a Eduardo por poca plata, y confirmé la felicidad que sólo a mí pertenecía largándome al mundo a poca velocidad para que nada se me escape, y a nadie se le pase por alto mi sonrisa, la que me hacía único y ponía lejos, muy lejos del resto. Y entonces recordé que estaba llevando en el morral a Maldoror, y tuve ansiedad por recordar la frase que me había causado risa. Doblando plácidamente, pasó lo peor, me crucé a un señor que iba riéndose y me embronqué de tal forma que quise ignorarlo y no pude.
Él iba en una moto roja que tenía un niño en el asiento trasero. Me detuve, apoyé el pie en la calle y me quedé observando hacia dónde se dirigía estupefacto. Iba en sentido contrario al mío, entonces supuse que iría al barrio Charrúa. Tomé otro rumbo menos filosófico, seguro de encontrarlo tomé otra calle. En mi interior, aquella felicidad, comenzó a sentir envidia. Si yo era el más feliz en esa tarde porqué él, ese hombre insignificante que iba abrigado de más para la hermosa atmósfera que, el sol muriente arrullaba, reía; si tenía un hijo, si la moto era ruidosa, era roja¡ Yo era el más feliz de la tarde, porqué otro reía más …Entonces adiviné su destino y emprendí mi persecución.
La calle que comencé a transitar era de adoquines, mi cuerpo se sacudía más que la bicicleta, pensé que podría llegar hasta perder kilos con semejante trajín. Con todo el movimiento encima me acordé sin querer de la discusión con mi hermano por el partido de fútbol. Como estaban jugando pésimo no queríamos verlo, pero no nos pusimos de acuerdo en cual cuadro era peor, si el verde o rojo y negro. Entonces lo insulté y él se llevó el control remoto. La tele quedó en un canal que yo no quería ver y dormí con un disgusto.
Me embronqué nuevamente con un rencor doble, porque recordé algo que no quería y era mi tarde feliz. Ese hombre me la iba robando…
En el hospital había una moto idéntica. Yo ya había salido del lomo de aquella calle ancianísima. No era el mismo vehículo, le faltaban cosas, además del chiquilín, no era roja. Y cavilando así vi sobre la otra calle pasar al hombre que me robó la risa. Sentí frío y el sol ya se iba cayendo a mis espaldas, y me dio aún más bronca porque el que estaba mal acomodado en la hora y la vida era yo, que llevaba puesta una remera fina y unos pantalones claros. Ahora íbamos empatando en los motivos, para una tarde feliz.
Salí muy rápido. Mis cordones sueltos se enredaban en los pedales, tenía que ir vigilándolos, les temía como a un amigo que se le confía un sentimiento no muy claro porque ni el carácter, ni una lógica rigurosa pudo contra el desenfreno de la nerviosa emoción insipiente. Y a su vez, tenía que equilibrar el andar para no perder mi senda. Vi que unas personas sentadas en la plaza no reían, es más, estaban enojadas o eso sugerían sus ademanes, pero estaban más abrigadas que yo.
Ya no sabía qué hacía andando a toda velocidad, casi de noche y muy enfriado el cuerpo, siguiendo a un hombre que me ignoraba absolutamente. Sin mi risa de esa tarde en la cara, fui perdiendo velocidad, cada vez más despacio hasta permitirle un goce pleno de inercia a mis piernas. El hombre y su moto con el niño ya no estaban a mi alcance. Entonces me detuve y vi que estaba frente a una vidriera que al principio me pareció de una farmacia pero era de una librería. Me acerqué y reconocí varios títulos que me habían recomendado no leer, y eso me dio risa. La risa pegó en el vidrio que oficio como suerte de espejo, por el claro oscuro del interior del comercio, y se pegó en mi cara una vez más.
Así pude reconocer, extrañamente, mi error. Entré en la librería que aún estaba abierta, y compré el libro, que me dijeron, no era literatura.

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