viernes, 27 de abril de 2012

Breve, muy breve.

Dos niños

Dos niños subían y bajaban de una escalera de madera. Estaban juntos pero sin sus padres porque se habían extraviado hacía mucho tiempo. Uno de ellos le dijo al otro:
-¿Podremos algún día volver a casa?- y el amiguito le respondió:
¿Para qué queremos volver? aquí siempre vamos a estar jugando, nunca nos perderemos, siempre estaremos juntos y nada nos va a poder separar. ¿Para qué quieres volver?-
No muy convencido de la respuesta de su amigo, el primero quedó en silencio tratando de ver más allá de la escalera. Pudo ver una bruma clara que se movía entre los pisos de arriba. Sin dejar arrastrarse por su descubrimiento trató de que su amigo vaya hacia allí mediante una propuesta divertida. Al llegar arriba su amigo, desapareció en la bruma dejando un resplandor blanco y luminoso. Estaba tranquilo y feliz de que su amigo lo dejara volver, y de que también él haya vuelto.




Contemplación

Las mariposas no se movían del borde del agua, algo las mantenía suspendidas frente a la magnitud del estuario. Casi de rodillas se hundían en un letargo de colores expansivos. Cuando apenas el viento las besó, se dieron cuenta de que la belleza era parte de todo, se acordaron del dolor como de un amigo entrañable, recordaron la desesperación y supieron que era como una madre que ve crecer y alejarse su único hijo; sintieron las horas interminables de camino a un sitio ignorado como si fuera la dedicación de un maestro cuando a su alumno no le sale el símbolo en la hoja. Después decidieron ser flores en el aire y emprendieron su vuelo de un día hacia las ciudades más grandes de los hombres.





La tarea del hombre pobre.

Siempre ha estado sentado frente a su piedra de afilar, escuchando el rugido suave y agudo de la hoja del cuchillo acostada, viendo el río de chispas que desaparece antes de tocar el suelo, aunque su mente jamás logró perder de vista el silencio del monte de su infancia y las tardes llenas de nubes, con sus hermanos en la playa.
La cuchilla va y viene haciéndose más fina, cada vez más filosa. El olor caliente de la piedra esmerilada y el metal son inconfundibles, así como el del eucalipto cuando corría por aquel sendero infinito rodeado de árboles, galería de gigantes piernas de madera, el sonido de hojas y ramas quebrándose, y el chillido de piedra y metal yendo y viniendo, corto y fuerte. La risa de su hermano menor, chapoteando en la orilla y el olor a dulce del agua serena pero alegre en el lago semidesierto de sus recuerdos. El sol, fuego y sendero de luz que lleva al fin del mundo. La cuchilla alcanza ya un filo importante pero falta, él sabe, conoce cuando una cuchilla no tiene pronto su filo. Apenas roza el pulgar en la hoja y sabe con certeza que no está terminada aún. Toca el agua y sabe que ya no es hora de bañarse. Saca a sus hermanos y los ayuda a que se sequen. Vuelven caminando por el sendero de árboles, corren, ríen. Retumban los pasos en los pasillos del monte y de su tienda.
-Vengo a retirar la cuchilla-.
Llegan casi de noche, cuando ya el día arropaba su fin, cuando ya la cena esperaba en la mesa. La cuchilla se va de sus manos, reluciente y pronta para ser nuevamente usada. El silencio en la pieza le trae recuerdos, del padre y la sobremesa.










La leyenda del país sin límites.


Un día de agitada jornada, un hombre fuerte que todos consideraban justo, sensible e inteligente, quiso desafiar la leyenda del País Sin Límite.
Comenzó por indagar a los sacerdotes de la región. Habló con cada uno de ellos recaudando valiosísima información con respecto a la leyenda. Unos le contaron sobre las múltiples riquezas y construcciones de tiempos inmemoriales, revestidas en materiales más preciosos que el oro que sólo allí existían; otros le informaron de las creencias de este pueblo memorable, creencias muy avanzadas sobre los límites, una filosofía infinita y finita, ideas que hallaban su coherencia en su contradicción.
El hombre entendía en apariencia estas cosas. Pero la pregunta de dónde quedaba, y por dónde había que ir a este país, nunca llegaron a ser respondidas. Sin embargo le hablaban de la belleza de la naturaleza de aquel lugar, una naturaleza viva que se manifestaba concientemente a través de sus flores y animales. También le hablaron de sus habitantes, serenos, luminosos e invisibles también, que daban el día y la noche en sus voces y gestos. Supo mucho más de lo que deseó saber sobre el País Sin Límite, pero aquellos datos necesariamente fundamentales para él, no los halló nunca.
Fue así que dudó de emprender su viaje, era la primera vez que no iba hacia donde su deseo lo impulsaba. Se desconocía en el desconcierto, en la encrucijada. Fue a pensar a la orilla del río que trae la vida a su pueblo, y vio en la orilla dos niños, que sentados miraban esa fina línea de agua y cielo que parece absorber las fronteras, que rompe en la mente, los límites.



La puerta diminuta.

Y se abrió una puerta diminuta para el tamaño de mis manos. Y no dejaron de salir, los dueños de los secretos del mundo, los que abonan de sal el mar, los que encarcelan el sabor en las cosas. Los que alumbran y dejan colores impregnados en la fruta, los que abanican el horizonte y proyectan el halito en las regiones. Aquellos que enderezan los árboles, y acompañan a los tallos en su aventura al ras del suelo. Y una vez afuera, se formaron en dos hileras para cotejarlas a ellas, que inmediatamente después, enmarcadas por esa graciosa puerta para insectos, aparecieron resplandecientes y humildes, como mensajeras de cosas altas. Enseguida sentimos que eran las que multiplican las nueces en los nogales, los maníes en su chaucha en ensueño; las que calculan la expansión áurica de las hojas, y los girasoles. Las que le dan y le sacan los dientes de leche al infante. Las que velan en el azul profundo al ballenato y su tiempo sinfónico, aletargado, solitario. Ya todos afuera, comenzaron su retirada, pacífica, solemne. Primero ellas se despidieron con reverencias injustificadas, era yo el que entendía que mi lugar ante ellas y ellos, era insignificante; después continuaron aquellos creadores de la cotidianeidad más trivial, y más sublime. El último, levantó una mirada plácida como de día sin nubes, y cerró la puerta, no tanto.