miércoles, 9 de febrero de 2011

EL ÓMNIBUS DEL MUNDO

ismael berois buschiazzo




El ómnibus del mundo y del inicio del viaje.




“Y sobre el horizonte, hacia un costado de la pantalla,
se van alejando todos los personajes que fueron convocados
por la ficción de la luz, por la ilusión del movimiento.”

Tomás Harris,
Crónicas Maravillosas


Sueños de goma caliente y aire encendido.
El cuerpo arriado, ingravido, inútil, como paloma de alas inplegables,
en una tarde de alambres,
resina del tiempo en el serrucho de las horas,
viruta,
templanza, y mi corpulento cuerpo posa.
No hay actuar,
voy en viaje.
No hay qué amar u obligarme a qué amor
estoy viajando,
soy suspenso,
no cabe el odio,
cabe la nada almidonada de algodonado salto,
el viaje en las trompas,
con policías de pie al fondo del pasillo,
con bomberos de guardia, de pie, al fondo del pasillo,
con las maestras contorsionando su paciencia,
con el hombre rural que descubrió su olor en el ómnibus,
con el guarda y la omnipotencia del chofer.

Tengo apenas unos meses y he pasado amargos pueblos,
he pisado tristes poblaciones,
sentí el ardor del desamparo en la suela
cuando pasé villas miserias.
Estuvimos de paso en Villa CTI, cuando
huían ríos de quimio y oleadas de ácidos.
Llegamos a un pueblo indivisible llamado Nombres Vacíos,
solounos meses, y perdí la niñez,
la perdimos.
Extravié unos ojos de sopas tibias,
un parral como sábana fresca sobre los juegos.

Pasan licuadas sombras,
acuáticas figuras por estas ventanas.
Un celeste a cuadrillé
me da un pantallaso del mundo,
de cómo late el momento y el juicio,
de la ley de la piedra, del agua y del sacrificio.
La ventana
esculpe un celeste recortado
el golpe de tierra veloz
y me pone en el ómnibus para matar los consuelos
y dejarme en la bruma
del que siempre parte y nunca llega.







La vida que ahí va siendo

Ahí va siendo.
Ómnibus de vías flexibles,
viaje de arcilla a la forma.
Un viernes me presenté a tus ojos,
un jueves quizás un viernes,
15 años y la tierra es solo una suela
debajo de goma caliente,
de asfalto (balcón de la muerte),
de tránsito de topos ahogados,
de carne al costado, servida,
de luces rojas, de guardia,
de autos,
abajo, siempre abajo de camión.
Ahí vamos.
Yo soy un criado del ómnibus,
hacia el día. Vengo andando.
Con pocos años y ya testigo aislado,
contando eucaliptos,
(cuando veo eucaliptos miro la tierra
por la grieta borrosa de la velocidad,
y descubro que murió la tierra
negra de vida, y quedó dura;
los eucaliptos beben la flora)
los eucaliptos beben la fauna
Son los empresarios del papel,
los traidores del helecho, de la patria,
son los niños que pintan en los viajes,
son los escolares en sus cuerpos de torpezas,
son las oficinas con sus hogares para archivos,
son los australianos,
son las cotorras,
son los campesinos con su palabra de escardillo
y su pensamiento de espiga,
son los argentinos que compran y verdean,
es Satanel, el bigotudo, el ángel acusador
con su actualizado catálogo de vicios y bellas piernas
y olor a asado y llanto de aceitunas negras.
Yo tuve mucho menos que ahora,
y el ómnibus ahondaba en las horas
de la vida que llevaba entonces.
Y la luna en el norte,
en el sur,
casi espectro con vida de piedra.
Y camiones y camioneros con cristos y putas,
sincrética adopción de ritual tosco:
izquierda se persigna,
derecha toca entre las piernas, busca,
el hueco familiar,
el seno triangular que se abandona.
Cenicientas sin medias-noches heladas,
toallas del Chuy con tigres rugientes,
y manchas como niños en leal campo atrapando papas.






Las cosas de adentro y de afuera.


Y hay mujeres que me distraen,
que esconden lo que traen perdido.
Los policías no pagan,
los bomberos no pagan,
los jubilados pagan menos.
Las embarazadas se sientan,
el que les deja el asiento es un tierno,
tenemos la obligación de ser una ternura.
Quiero hablar de la luna, no quiero nombrar los ronquidos,
hablo del sol.
La sombra del ómnibus va delante indolente,
se ajusta a los desniveles,
no se tropieza ni cae
en los negros puentes.
Va prendida a la luz.
El ómnibus
tiene pies de sombra.
Cuando entre la penillanura
asoman gigantes galpones de silo, galpones,
la luz dispara colores
que el gris fácil esquiva, imponente.
Cosa de chapa,
estómago que escupe camiones,
camiones con zorras, con trigo,
camiones con doble zorra, con soja,
camiones con contenedores de China,
de extraña carga,
de posible comercialización mediata.
La ciénaga incendiada escupe humo
víboras de fuego.
Se atoran las nubes de la ponzoña
de paso a alguna tormenta.
Las cosas aparecen corriendo por la cinta verde en retroceso.
Llegan anuncios que alfabetizan
la soledad de las torres de energía
gigantes de múltiples brazos,
antiguos hiladores de la distancia,
chorreando su ícor de melancólica quietud.
Anuncios que siembran de letras
a los olivares en serie de la pena,
a los ciruelos enlistados, enanos,
terroríficos en el silencio helado.
pero será imposible despojar de la idiotez
al caraguatá, a la ortiga,
al hombre sólo que ordeña la noche,
con su apenas luz de lamparita fría.

En Montevideo,
un potrillo
enlazado a un poste en la orilla del Miguelete,
desata el olor de la vida de chapa
de los paupérrimos.
Si encuentro cementerios me paro.
Asumo que me llaman adentro,
los muertos, los cuerpos ajustados, agusanados,
y no dejo de pretender la justicia,
de ver al costado de la ruta
una carroña humana que mordió un parabrisas,
así, un gato,
así un doberman,
así Pablo, Javier,
así los niños y sus lápices de la garita del 112.
Encontré,
Escarbando feroz de tiempo y espacio,
casi consumido,
pequeñas acciones de vacas al sol
de vacas mirando una tarde,
de arroyos verdes y un pato silvestre.
He encontrado
jardines con mujeres rengas
y con menos tiempo
he sabido,
renunciar al odio.
Gavilanes perseguidos,
por horneros padres rompiéndole las alas,
y basura.
Mojones blancos y verdes de números pares.
Cada noche, los matices del frío, desteñían los campos,
y las casas austeras entonaban,
el sabor del azafrán de la ribera naciente.
Pero menguante,
poniente o sugerida,
de vigor materno o fosforescente,
la luna nunca escapa
de mis ojos en prisa.
Y hay gente que se pega a la ropa.
Hablan.
Y sobre un verde de tinta
negrea famélico el hambre vacuno.




























Lo que requiere un ómnibus, un viaje largo, y cómo indigna la corrupción impoluta de Chiruchi.

Un ómnibus, tres horas justas
requiere de baño, de sueños, de libros,
de cosas para ver que no se hundan en la distancia,
de agua incontenible, de roces entre los pasajeros,
de algún poema que quiera nacer sietemesino.
Yo leí tambaleando en el 20 ventana:
Ensayo Sobre la Ceguera y
lo terminé caminando rumbo al ómnibus a las 6 de la tarde;
en el 15 pasillo: Los Cantos de Isidoro; en el 33 ventana: Dante,
algunos cantos muy dolidos; en el 40 pasillo:
Maupassantt (aquella historia lactante,
llena de rosas y azahares ha continuado
sobornándome el verdadero hambre), 38 pasillo:
la Biblia, Borges el inentendible, Poe, Werther, Salgari,
(yo fui el Tigre de Malasia perdidamente enamorado
de la Perla de Labuán)
los anuncios de Coca Cola siempre,
los pasacalles sindicales reclamándole a ISUSA
que sus hijos se agarran cáncer como piojos,
que sus mujeres
no tienen tetas que palparse.
Hay rutas, que vale la pena no transitar nunca.
No sé si me duelen,
las flores en cruz de la muerte.,
las cruces en flor del cuento.
Las marcas del miedo, del dolor,
contra los alambrados inflexibles.
Quizá sí,
pero sé que no como
los montes de eucaliptos;
las miles de cabezas de ganado
que asoman en las ventanas rumbo al matadero,
los carteles de Chiruhi restaurados, relucientes de cal en el rancherío.
Sí, me traen a la cabeza mis muertos,
la forma de sus cuerpos entre los fierros,
la ironía de la muerte
un día de trabajo,
un rato de descanso,
una tarde de sol,
un perro atravesado,
un ebrio que volvía,
una lápida muy sobria,
40 y tantos años,
apenas un cuerpo…
La agonía mientras entiendo que pasó lo peor,
todos han muerto menos yo.
Pero el llanto del pariente acoplado a la desconsolación,
a la indulgencia,
a la justicia televisiva,
no me mueve un pelo.
El que cautiva mi asombro,
con su anchura de plata
y su lejana génesis,
es el Santa Lucía.


























































De cómo abrimos las piernas, y descansamos


Tuve aquel sexo estival y anuario,
cuando en torno a un ómnibus
subiste lisa y madura.
Tuve antojos con otras
que quise de viaje a la rutina.
Apenas recuerdo quimeras
que semidormidos corrían
mis ojos subiendo a la luna.
En todo caso sigo siendo testigo
que oficia de dios equiciente, prefiero,
susurros de odio ,
que dormirme sereno en la ruta.
Tus pecas ardidas, salpicando el paraguas
y bajando;
tu color cobrizo de aroma argentino,
tu loca historia y el arrecife de cosas que hicimos
antes de hacer rumbo al estivo.
Y volviste lejana en un ómnibus llamado barco.
La espuma de peces y agua extasiada presagió
que traías agonizante una verdad,
y el amor, decapitado,
en bandeja de plástico y seco. Estabas de carnaval
bailando delirante en tus palabras.

Sobre el ómnibus he visto mis piernas
estirarse buscando el descanso,
y mi espalda he sentido pederse,
hundirse muy hondo
en asientos duros y blandos,
soportando
sabiendo,
que arriba brillan gaviotas
en el azul sin huesos del cielo.























Tal como estuvimos ausentes en el mediodía de su muerte y de los abismos que bordean la ribera


En el mediodía de su muerte
Yo estaba viajando, todos estábamos viajando.
A la mañana
ella no estaba en su ojo,
su ojo no estaba en la cara,
su cara no estaba más en el mundo,
el mundo se diluía en mercurio, en aceites, en inciensos.
Ahí supe con ciencia fútil,
conciencia de teros,
que corríamos el último peligro,
que se hilaba el milagro del repudio,
pero me tenía que ir
debía ir al ómnibus,
sacarme al punto corriente,
llevarme lejos de los minutos de fierro,
de frío
abrigarme en la ausencia
con manos desesperadas de yeso
con plegarias de gas en el hueco
rectangular y preciso,
plástico del ómnibus.
Viví el paréntesis del corazón que parte
sobre la tela tersa de un ómnibus.
Volví llorando, siguiendo
las curvas líneas de los cables negros
que se esquivan,
que se tocan,
soportan los rezos sucumbidos
en su viaje intestinal a la galaxia.
Todos los días,
reciben el peso muerto e impalpable
de las oraciones
que no alcanzan la atmósfera,
que perecen infértiles,
confunden la eléctrica presencia
de la irrealidad prolífica,
con esas agónicas líneas, que lo cruzan todo.
Estaba viajando cuando abrieron el arca de la alianza
y fulguraron milagros que doblaron aguas,
que patrullaron los siglos en estelas de átomos,
distraídos de tiempo y de campo.
Estuve en un ómnibus
mientras todos los nacimientos buenos.
Llegó el señor del Templo
arrolló dinosaurios,
aplastó las cabezas de la serpiente,
amontonó las piras humanas como paja seca.
Yo pasé en ómnibus y disfruté el olor a churrasco.
Andaba en ómnibus un lunes de primavera
y un aire de mariposas
pululaba en los éxtasis de mi oído,
y a la sombra descansaba una moto.
Un mar de brotes recibía pasajera
una nube de sombra,
y una mañana de herbicida.
Se podría decir que estoy quieto
para el horizonte,
para la luna,
pero voy.
Pasajero indiscreto,
inmigrante sin ansías,
entre países que duermen en mi vuelo a su geografía.
Lloré, alambre de púa,
islas de faroles redondos,
despatarrados al sol rubio de los gringos.
Un perro lamiéndose,
una fila de palmeras que agonizan,
con sus múltiples hojas en cuclillas,
y la ruta hacia mi casa,
tragada como agua
por la curvatura colonizada por monstruos
donde el dolor es uno
su cuerpo multiplicándose en bacterias otro,
el futuro…
La ruta se iba perdiendo en el abismo de las fieras de la superstición,
yo iba derecho a las fauces de dragones agónicos,
yo iba a ser digerido en estómagos de angustiosas figuras.
La calle en el horizonte se hundía,
yo iba colgado a las líneas curvas de los cables negros.





































Cómo vamos siendo cuando se viaja más allá de las fronteras.

Cuando se viaja más allá
de
las fronteras de los hombres
se respira distinto,
olor a jabón
a cosa nueva y perfumada.
Hacia el ecuador hay un calor que llena,
un húmedo hastío explota por los morros,
la banana,
el cacao,
el color de la selva.
En la cara oeste, no obstante,
una planicie roja de piedra cascada
y de aire disfrazado de polvo
anticipa el ministerio de las cosas altas: las estrellas,
y la cordillera.
Allá el sol es redondo y naranja.
Se pincha en las cumbres y su jugo,
trae noches melosas sin prisa que inundan.
Las gentes pronuncian con agua los nombres.
Yo he bajado del ómnibus para callar,
para que hablen ablandando el idioma.
Allá entre los trópicos se mecen las letras
como en un tenedor libre de inferencias litúrgicas.
Allá en la pobreza pacífica,
se entiende clarito
el agudo del alma que aloja mi silencio.
Siempre he preferido volver,
meter mis huellas en una maletea,
doblar recuerdos en la misma maleta
y retirarme.
La tierra que tiene la casa primera, el primer amor
es cadena.
Volver no es decisión arbitraria
es la naturaleza del viajante.
A veces cuando voy me duermo.
Mi cuerpo queda ahí
Meneándose al unísono
Con los otros. No me gusta.
Y ando en reinos arenosos del sueño.
Jamás traigo de vuelta
Restos, pedazos de ese estadio, de ese suburbio
Entre el olvido y la memoria,
Debe ser porque el cuerpo tiembla,
Porque está sólo, ahí,
Quieto y en movimiento.
Porque lo llevan a 100 por hora,
Y no hay luna vigía
Ni intersticios
Minados de vida mínima.
Regreso y observo
Que morí 30 kilómetros,
Que hubo vacío,
Que bajé o subí
De una obra futurista,
De un vientre absurdo
Y hay luna vigía,
tiene cachetes
y ñata de alcohólica.
Rumbo a Brasil la noche es negra.
La noche camino a Córdoba
Tiene ciudades
Y árboles que flotan
Del color del moscatel.
Rumbo a Carmelo
Las estrellas conocidas meditan
Y está lleno de poemas el ómnibus.
Camino Paysandú ,
la noche sale de un monte de pinos,
oceánico, de piñas altas,
y la noche es dura
porque no larga una lágrima sin muerte,
porque no avisa a las aves que vamos de vuelta
con mi madre plegando las ropas para siempre.
La noche yendo hacia el este es madrugada,
siempre es madrugada
mesiánica alba de embriagadores labios.
La noche es allá siempre del mar.
Los ómnibus llegan a la orilla,
a las casas de palos y pajas.
Yo pasajero anuncio mi llegada con piel
que sobra de meses,
delirante de abstemia de lo hondo,
del agua, y que aliviana
y que da de tomar.
Cuando viajo hacia costas me enredo
a la carga de ensueño ancestral
del placer más antiguo supongo,
el agua,
abrasadora agua
agua de sal.
Como el vientre es el agua mi hogar.
























Cómo a veces la muerte se hace la sota.

Manuel Flores va a morir.
Eso es moneda corriente;
Morir es una costumbre
Que sabe tener la gente.
(…)
Jorge Luis Borges


En los viajes acompaño a la muerte.
Una vez la convencí de irse,
de bajarse antes
sin sangre oscura en sus bolsillos,
en sus criminales sótanos de la angustia,
de la locura de hombre pobre y estúpido
(cuando afuera el Santa Lucía palpita,
dejo todo mi nombre
confundirse de cuerpo,
y no logro enlazar el asombro)
Mi madre era viva y esperaba en el fondo
con sus brazos vestidos de musgos que me dieron la paz absoluta.
Un cuchillo, una traición y yo al medio…
Cómo pude lograr la blanca hora
no lo sé,
pero el pleito difuso
caducó cuando yo dije aquello
de las caras en la cara del que muera.

Yo soy ese que pasa
bordeando la tierra,
de abierta simpatía,
entre arrabales desdibujados,
en todas las vías en donde un hombre pasa.
La torre Eiffel, la torre de las Telecomunicaciones,
la torre de Babel, la torre de los Panoramas,
el tanque Tompkinson son lo mismo.
Yo veo por las ventanas,
las rutas bolivianas en una selva de miedo,
los caracoles de Portillo en chile,
puentes de Nueva Cork, puentes del Santa Lucía, puente del desmoronado Kafka;
el ingreso a Cortázar por la Avenida del Sur de sus cuentos.
El lugar más remoto,
la esquina más mía,
el camino de la Balsa cruzando el arroyo Sauce es lo mismo.
Mis ojos de vidrio
congelan
la fiereza de los ruidos
amansan
el ardor de los aprecios,
alimentan y engordan
la placenta de la ficción y la biología;
desnudan el sentido de la huída
de todos
hacia la misma parte del universo
de formas,
de mujeres que limpian,
de colchones al sol,
de pronombres posesivos,
de miles de dólares,
de un campo de golf,
de accidentes, de tráfico;
nadie en la primera habitación, nadie en la segunda.

Yo conozco el cosmos
cuando voy con multitudes
con destinos iguales,
pero distintos descensos.
Vamos a la muerte y venimos de esta.
Venimos y vamos al compás del dolor
y la misericordia es la continua evaporación de las causas.
Vivir fue una costumbre
que supo seguir el Darno.














































Del retorno aquel y de cómo se dicen las cosas.

Viajamos en tu cara
de luz perfecta.
El suave arrullo del motor
dormía un secreto en nuestra bocas.
El viaje estaba en nuestras manos,
en la lágrima tuya mordiendo flores,
en el trayecto brillante, inmaculado,
entre las marcas claras de aquella piel de ceniza.
Lugar común: ¡la vida es el principio del lugar común!
Todo siempre se vuelve a decir de la forma más llana y antigua.
¡Lloramos de amor en el viaje a tu casa!
La luna blanca, pura, lechosa, centelleaba
inclinando su cuello
en el nocturno empedrado del cielo,
y la ignorábamos.
Lugar común decir que solo ahí vivimos,
que estábamos solos en la multitud que dormía.
Lugar común que éramos uno en el otro
pero así era, mientras dejábamos atrás,
las vidas sin el abrazo diario
que allí reconquistamos.

































Del ómnibus bajó Neil Armstrong y de cómo se comen a los turistas en Colonia.

Del ómnibus bajó Neil Armstrong junto
a Jimi Hendrix que tocaba
el himno yanqui cuando redescubrieron
la luna,
y el opio en Vietnam, que trajeron en los cuerpos vaciados
de los héroes,
y el continente hembra donde siguieron profanando la sangre.
Bajó del ómnibus Cortés, San Agustín,
(Aristóteles, Moises,
Thot y los maestros del Shambala
ya habían llegado), Lorca,
Quetzalcóatl, Manco Cápac, Neruda,
y comieron monos,
y tomaron dentro de
cráneos rebanados,
unos sangre
otros agua,
unos cólera
otros agua,
unos coronas que pesaban de oro,
otros desesperación que es ruego,
unos banderas que violarían lo sacro
otros espíritus que suplicaban que son fuerza,
dolor que es esperanza.
Todos vamos en carrera hacia
el mayor lugar común de la poesía.
Todos vamos a la playa arrancándonos
el invierno y dando gritos.
yo viajo diariamente con turistas
que hablan en sueco, en portugués, en inglés,
que sacan fotos a la longitud agriada que ya ignoro
que de tan mía no la veo.
Los italianos, los franceses
palmean nuestras palabras y las hacen llorar como recién nacidas.
Yo les pido please que se callen
que dejen el lenguaje please en su lugar,
que no lo despierten,
que no lo saquen a bailar al aire
de las implicancias extranjeras.
Yo no les digo nada, solo escucho
y trato de reconocer en qué lugar
está la vaca que ayer vi en el kilómetro 70.
Se bajan los turistas como si
hubiesen llegado a la otra orilla del Estigia,
llenos de asombro por lo de siempre,
llevan en sus manos el mapa
de la vergüenza uruguaya, marcada con puntos rojos.
Salen caminando y los pierdo entre las calles y descubro
que en Colonia se comen a los turistas,
y los bajan con bebidas,
que toman en sus cráneos rebanados,
que venden al triple del costo que le sale a un vecino.
Entonces me vuelvo en caída libre por mis libros
y le permito al chofer
que me sorprenda.





Las formas de decirle ómnibus al ómnibus.

En otros lados,
al ómnibus le dicen tren,
le dicen tren bala, tranvía, barcos,
son iguales pero distintas sustancias los sostienen.
Le dicen avión.
Se viaja igual:
pagás, subís (o pagás arriba ya subido)
te sentás y ahí el juego laberíntico
del azar o la premeditación,
ahí en el espacio, en el universo reducido de un asiento,
un asiento aerodinámico en relación
a un cuerpo estándar
(el asiento reclinable e cada vez menos un lujo)
es igual para todos, sin condición
de por dónde se anda.
Y así como vos vas otros que
también adquirieron el derecho al embarque
(esta palabra la trajo el río al ambiente de las ruedas)
y tu vida toma por un lado el rumbo
certero del destino, del boleto.
y por el otro
el vuelo insondable de tu picardía humana,
de tus sueños próximas
de tu perversidad lícita,
de tu más inmediata y vulgar codicia,
de lo inesperado, ojalá,
que haya detrás de tu albedrío
un espíritu que entienda lo que hay en juego.
Es un viaje, sólo otro viaje
en este interminable ir y venir de números,
de sombras, ausencias, ilusiones.
Sentado quieto,
sin sacar la cabeza para afuera,
ni la mano, ni el brazo,
hay riesgo de perder cualquier cosa en la velocidad.
No hablar al conductor,
no tomar mate, no salivar,
Jalar la manivela roja en caso de accidente.
Vomitar ela manivela propulsora roja at ocorrência e coliseo.
Heave her driving crank red at occurrence and crash.
Capacidad máxima de pie 18.
Capacidad máxima sentados 46.
Los policías, los bomberos
aguardan parados los asientos que dejaremos despojados.
No pagan,
son invisibles, sus cuerpos uniformados
deambulan en el pasillo angosto.
En las tardecitas se los escucha patrullar
los sueños en viaje de los que descansamos en asientos.
Los niños no nacieron para andar en ómnibus,
van como aparte
en sus propios agujeros de gusano,
sobre trasparencias delicadas que ironizan
mientras nos albergamos pesados en rutas de asfalto.
No respetan las cortesías del polifón y el posabrazos,
no respetan ningún código,
por ejemplo,
sus llantos son ruidos maduros, violan
los secretos,
que evitan traspasar la soledad del timonero.
Se prohíbe a los pasajeros:
hablar con el conductor,
fumar puro o pipa,
utilizar aparato sonoro (rotundo).
Atención cuidado escalones.
Cuanto más cerca se está del chofer (el dueño de la vida)
más se debe dejar paso al silencio.
Al fondo se puede gritar,
siempre y cuando sea
que urge una obstinación inaudita
que legitime la inexistencia del vehículo común que nos soporta.
Yo creo en las hadas.
I believe in the fairies.
¡Creio na belo!
Y siempre con la cara de lado,
para que el grito no pierda su dureza
antes de ir al fondo de ese día, de esa mente detestable,
para que se canse rebotando en las ventanas,
y no tome el rumbo infinito del pasillo
ni atormente la calma impertérrita, del señor que maneja.
Cuando viaja un niño cagado
el único remedio es dormirse.
aunque el olor no lo permita,
ocupando el lugar de nuestros sueños.
Pero podemos tratar de encontrar la luna
que desde algún lado debe estar soplando
su incalculable paciencia.
En Bolivia la gente orina y caga al fondo
del ómnibus,
porque este no para y no tiene baños.
Los indígenas bolivianos, con sus colores
y llamas que mastican coca,
discrimen al turista
y se sientan todos juntos, en la sombra del final.




















Seguir siendo uno cuando somos tantos.

Ahí vengo.
Lleno de escenario y de escenografía,
correa en la suerte de un motor que responde,
con suerte
con Moira
con fortuna que gira distraída, indivisible.
Con reencarnación.
Siempre llego a la cama con sonrisas en algún lado.
Y estoy seguro que el viaje próximo
mañana en la mañana
tendrá visible el retorno,
se anunciará de brisa el porvenir,
y de mesetas,
será paraíso en todos los suelos,
volveré otra vez plagado de inocencias.
Así será. Así es. Así lo concibo,
así lo creo.
Yo he visto fuego con asco de los vivos
estirando sus manos por mis ruedas,
arrancando faroles y colores de la chapa.
En la amarillenta gramilla de los bordes del asfalto,
bajo frazadas, nylon y telas cortas,
individuos tendidos que acá, ya no viajan;
bajo telas largas, oscuras, reservadas,
bultos como niños que perdimos de vista.

Se ven sin prisa,
motos destartaladas de ruta corta y nafta vaporosa,
volkswagen oxidando la tranquilidad de un camino vecinal.
En el fondo de la cordillera,
canto rodado, esferas de tiempo en la orilla,
en un agua que iguala a la luz
autos aplastados dados vueltas.
La ruta, balcón de la muerte.
Tiramos las cartas sobre tableros ajenos,
apostando lo que no podemos regenerar,
¡apostando la especie! con pausa de ángel,
momificado el asombro,
torturada la palabra angustia
desde que nació la primer herida.

La libertad en este ómnibus, pasa volando.
Mi trabajo me obliga a la ruta.
Desde siempre me ha encadenado a la calle.
Allí te conocí amigo Jhonny,
con tus manos blancas y tu mutismo rabioso,
tu extraña fuerza,
convicción que declina en la primer tristeza.
9 y 10 pasillo y ventana
y llegamos a la noche con todo el arte fáustico,
con tu magistral manera,
de hacer de las ideas un mar de flores para todos,
menos para vos.

Voy en un ómnibus ahora
no recuerdo dónde lo tomé,
pero sí cuánto me costó:
costó 100.000 horas,
igual números de pensamientos vanos,
y quizá 2 que han dado origen al amor;
me costó dejarte aquella vez con llanto de raíces,
donde el consuelo vino,
de la soledad que nos llevamos.
Casi me cuesta un hermano,
una incisión no hecha y dolor,
otro nombre sin peso, sin luz ni sombra en las fiestas.
Me costó perder el tiempo junto a vos
al despertarnos,
trasnochar desesperado
sin la ayuda de dios,
y correr a recuperar
lo que no he podido ser mientras estoy de viaje
de olvido, de polvo, reducido
al monótono canto en el anca de los ómnibus.









































El tiempo muerto que perdimos de vista en la espera por zarpar.

Ahora tengo 90 años.
Mi personal derrota reposa rota en el olvido diario.
Despido mis múltiples no muertes en la ruta,
pueblo de espanto las filas eternas de una sombra mía,
dejo el olor de mis cuerpos, hablando, escribiendo,
leyendo El Pozo
en el mismo ensueño onettiano de las sinuosidades.
Tengo 90 años y vuelvo a dormitar hipnotizado por las tetas
mántricas del ómnibus,
que liberan
su goteo de chicharra,
canción de cuna en mis 90 años.
Hago el recuento febril de los atardeceres.
Recuento inquieto las veces con tu desnudez tendida a la vuelta,
los viajes con la luna a la izquierda, luna siniestra,
con la luna a la derecha, luna autoritaria.
Ordeno animoso los huesos de la historia:
los ecuménicos cantos de los guardas,
las alcantarillas del sueño,
los hijos enmoñados, mi hijo
soltando su alarido, su quejido
de vida que empieza sin túnica.
Las madrugadas con un sol tupamaro asomándose inerme,
esas mañanas añejadas de robles;
las miles de palabras que siguieron de largo sin cuerpo,
el cuerpo de la única guarda
y su cadera de doble vía.

No tengo años.
El motor relaja las suelas y los oídos.
Carraspea lento, rítmico.
Somos tejido, diagonales encastradas a otras diagonales.
Zapatos en la estantería, féretros comunes
en las filas altas.
La puerta que nos desune de todo se cierra.
El aire se pone escandaloso.
Suenan los meniscos de la máquina.
Levanta los párpados la velocidad.
Del lado de la velocidad todo es más fácil.
En contra de esta, el agua se hace músculo,
el aire se hace insulto,
el tiempo vidrio,
la tierra disparo;
la luna arriba, sediciosa.

Se mueven los vehículos contiguos.
¡No! somos nosotros que regresamos o partimos.
Un pedazo de cielo más grande aplasta
los idénticos árboles y pongo
mi ojo derecho en el vidrio para que viva, y mi ojo izquierdo.







El día que comenzaron a sonar los tambores de guerra en Corea del Norte y a sonar los tambores de guerra en Corea del Sur, y de cómo las coreas nunca pasan de la primera fase en las copas mundiales.


Dentro del ómnibus los hemisferios son asimétricos,
la mitad derecha está corrida hacia delante.
Todo en la derecha está antes: los asientos, las luces, los ventiladores.
De la punta del pasillo aparecen pasajeros supongo
que van buscando el lugar de los números
con los ojos inquietos que saltan del boleto
al maletero, del maletero al boleto.
-Tengo ese- boleto, ojos del usurpador, boleto,
-Perdón- frente del usurpador. Más abajo del maletero,
al rectángulo del aire y la luz.
Recuerdo Buenos Aires por dentro,
la guerra de las sombras de los edificios por
un trozo de hombre en la acera.
Por un hombre que aguante esa muralla muda
de ausente, y su altura ciega.
Están tocando los tambores de guerra
en Corea del Norte.
Están tocando los tambores de guerra
en Corea del Sur.
Las coreas no pasan
de las primeras series en los mundiales.
Las coreas destinan miedo en sus tronadas.
El estallido viaja armando las huestes,
que se visten de orgullo y se escudan
con el ardor sanguinal de las bombas.
Los pasajeros que aparecen por el medio se sientan.
Después andan cráneos rebanados que bailan
con sus pelos sobre la línea superior de los respaldos.
Se agitan, están ansiosas.
(A mí me alivia la temperatura controlada)
Me imagino la idea que la mitad superior de mi cabeza
da de mí, a los que fondean el vehículo.
Policías, bomberos,
coreanos armados con la égida de Atenea,
con la carroza de Krishna,
con el arca de Moisés,
con la bomba restaurada de Hiroshima,
con las cartas a los familiares evaporados.
Con sus tambores de pólvora.
Con sus tambores de plutonio.
Con sus medallas de derrota.













Capital de Uruguay, Montevideo.



Con sus primeros olores.
Con sus primeros montones de cosas,
Con sus edificios gruñones.
Con sus palmeras,
con su bendita cantidad de árboles.
Cuando cuadriculada aparece Montevideo
con sus plátanos verdes,
con sus tipas doradas,
con sus antenas episcopales, despiertas,
firmes hundidas en la altura violeta de los Jacarandá,
con sus ventanas boquiabiertas,
con sus ALQUILA y sus indigentes,
con sus taxis incontables, tabanescos,
y en misión filántropa la curva,
despide y recibe a las gentes que vienen y van,
cuando la esquina,
cuando el boulevard
la trae y le carga mi ómnibus,
y se curvan las cebras,
y las peatonales, las tejas y humedades que sostienen los techos
Van los pasacalles destrozos del partido.
Pero pronto viene lo rígido, lo real,
de nuevo,
y llegan palos borrachos,
fresnos, robles y farmacias.
Ay…Montevideo esencialmente, es travesti.
Es ciudad pero es hombre,
es coqueto sí,
pero no por él mismo
sino por sus árboles,
porque tiene collares esmeraldas
que se le hunden en todos los tórax
en todos los cables, en sus calma velluda,
y caravanas multicolores
que se le funden en las barbas adoquinadas
de los barrios más íntimos.
No está muerto Montevideo,
agoniza en brazos de verdes soles que le amamantan.

















Los guardas como las palomas se subdividen en castas de acuerdo a los astros.

Los guardas como las palomas
se amontonan, se conversan, se corretean,
los espanta un peatón,
los agrupa la comida caída,
comen y juegan con las manos en alerta.
Las palomas blancas
inquietan los ojos que aguardan,
mientras que las penumbrosas,
las palomas grises que sobran,
nos pesan en el camino.
Así los guarda de TURIL
o
los guardas de COT.
Unos lampiños de camisa blanca,
con aun azul amable de paloma buena;
los COT, marrones, con rabioso plumaje
y barba agresiva,
rompiendo boletos
como a cabezas de niños.
Los TURIL con gracia totémica y monumentales gestos,
perpetúan el impulso apolíneo nietzscheano;
los COT:
dionisíacos en su alboroto de migas y sus efluvios de humo,
desbocando los odios más telúricos
por la olímpica hipocresía.
Ahora voy en TURIL y la mañana
llena de rozas, inalterable,
promete caricias,
y brisas de horas de transcurso suave
y nubes de ensueño.
Aunque, los EGA,
les pasan el trapito.
























La angustia caza pichones holográficos.

Y si la angustia te agarra en el viaje…
Si comienza a entorpecerte las palabras:
Ves tres escalones como cosas tristes tiradas,
como besos que no sudan.
Ves una pequeña puerta plástica
como la del baño en tu casa…
El agua corriendo suave,
el sabor del jabón y del cuerpo.
Cuando comenzás a caminar el pasillo,
indiferente,
como si estuvieran hablando, acostados,
de nada,
el pelo rizo de tierra y cobre,
tiempo, oscuridad que avanza,.
Si te enlaza al palenque,
si te deja en el deshuesadero,
si te encalla en el astillero del absurdo, derruido,
en el cielo del cielo de los aviones sin alas,
y cabeza muerta y latidos desbocados,
y todas las horas de las siestas de diciembre,
chorrean en las ramas,
como grises guirnaldas de viento,
y no llueve en los campos,
(la angustia caza pichones holográficos
en el grito ahogado de lo que no pesa).
Un camión de hielo,
un Fiat gris bajo un pino adulto,
una baranda fina de chapa fría (te parece) al costado,
es la moral frágil de los accidentes.
Arrastro mis olores,
arrastro eso que no pasa, y no lo quiere nadie,
eso que nos rabia y aleja,
el curso de cuchillo y anchura,
la angustia te tierra en medio.
Con la angustia, doy lo mejor de mí.
con la angustia encima,
queda,
lo mejor de mi.
Ves una boliviana,
una turista del hambre de América del sur,
una niña y su mamá sudamericana.
La mamá está enojada, cansancio,
silencio de suicidio,
su carácter la hace hombre.
El martes se va,
no le pagan pocos pesos.
Es así, no cobra, se va.
La niña anda con números en las manitos:
2 es 3,
2+2+2 es 8? ese es difícil.
¿Cuál es el nombre de todo esto?
¿Dónde empieza todo y termina?
Con la angustia, doy lo mejor de mí.
Con la angustia encima,
queda,
lo mejor de mi.




























































De cómo en el cielo, a veces, se ven manzanas colgando su ambrosía.

Tengo dos cielos:
el negro de la lluvia fuerte;
el claro de los besos muertos.
El ómnibus parte
la cáscara de agua del mundo y promete dolor,
a ambos lados.
Del norte: barrera de viento y cuerpo de ceniza;
al sur:
la manzana todavía babeando
colgando su ambrosía.
Ya cruzan nubarrones
hacia el cielo azul,
quiere mi sangre arrear aquella boca,
entrar todas las puertas, todos los cuartos
todos los días.
Quiere y cruza,
pasajeramente el puente dormido y frágil
de lo que está en fracaso.
Se apaga su agua plenamente dulce
por siempre suave de herida y triste,
como un hombre que trabaja solo.





Y ASÍ EL CAOS SUCESIVAMENTE.

Magnas chimeneas,
de cara al principio del viento,
de pelo (Medusa de hoy) resuelto,
flameando hacia los pulmones dispersos.

(De mercurio el Santa Lucía evapora
toda ansiedad. Cauce de madre en mi alma huérfana.)

Una tapera desolada,
custodiada por cipreses y araucarias.
La vaca sigue en el Km. 70.
Las máquinas viales como al sol perfilado
de perfume en sombras,
con sus palas levantadas
hacen la venia,
recitan El Corán en el susurro metálico de su estatismo.
Los gigantes, titanes esclavos del jornal y del suelo,
acarrean la luz, el color, el beso de buenas noches
a tus manos que acunan, los aparatos eléctricos.
Y qué decir del rancho azul,
y el caballo vestido de azul,
y los tarros azules llenos de hocicos.
Y decir qué del espejo largo de la calle,
y del puñado de cielo azul
mutilado por el collage móvil de los eucaliptos,
y el  más o menos fijo horizonte de eucaliptos
y 3 palmeras butiá
manteniendo el silencio
bajo tortura
por una patota de eucaliptos que militan la traición.

Me abstengo de decir: "eso está ahí".
Ahí,
atrás de la vida, adentro de vidrio.
Esa vieja es todas las viejas que me contaron;
un poblado una pequeña villa, es Babilonia,
es Ítaca, es Cracovia, Lavanda;
un río: la mar de La Malasia,
yo soy Sandokán arroyando la noche.
 
Un zorrillo muerto apenas,
la leña dura a $1000 la chata,
el estruendo del Flaco…
Un cementerio de chatarra,
con ventanas y tirantes herrumbrados,
y caños y rusos comprando clandestinamente,
y un Chevrolet descuartizado
es una fosa común en Pompeya,
el gitanismo del dolor,
la masacre en el cine
y el espectáculo de Irak,
es un astillero,
es la impotencia del olvido impuesto
y el vilipendio de la misericordia y la verdad.
Una reunión de cotorras bajo unos mimbres
mirando el poniente oxidado y angustiante,
palomas como migas comiendo
restos de día en un techo soberbio de chapa nueva,
devoradas por la velocidad,
desaparecidas.















Nauseabundo y a la deriva,
Carl Sagan no estaba.



¿Qué álamos denuncian tu vacío?
¿En dónde hablará la húmeda presencia
de los atardeceres calvos?
¿Qué impredecible músculo
seducirá la luz, fibra y espejo?
Y al sol, nervioso de la muerte
veo el fugaz lúcido horizonte
de la noche elevándose en ausencias.
Clara, precisa (y apuro el trazo,
me deshojo piedra; se están nublando los vidrios en que sueño
la fría realidad. Se empaña el sueño.)

Surge cósmica la rectangular noche del ómnibus.
Navego por constelaciones en filas,
envilecidas del cosmos militar de sus luciérnagas plásticas.
Como destellos de tormenta, las luces personales
rebotan en los cuerpos grises, o en las páginas maravillosas de la vida,
o en planetas solos, cómo álamos de Pórtland
del cementerio móvil de mis horas.

Yo enciendo mi luz, mi estrella enana
(se meten otras luces ajenas de las casas solas
que entristecen las magnitudes y se hunden
en el letargo sideral, en la paz frágil del azogue burlón del frío negro)
parecen cosas del pensamiento, que una correntada
de años, condujera hacia
el estuario pluriuniversal del olvido.
Del frente llega una ráfaga roja,
rastrera y veo una galaxia refregándose
en las suelas.
Un celular entró en el elíptico collar
de las palabras y orbita en las orejas.
Un barullo de roce nuClear me alerta de los riesgos:
no se pueden sacaR los brazos, ni las cabezas;
en Cot a veces, se acaba el combustible y
la luna es la única que entiende la ironía;
hay vida en otro planetas y vida extraterretre en nuestro planeta;
terminé de leer El Astillero y restan 50 km de viaje (la muerte de Larsen
fue inesperada y cómica); restos del Apolo I
chocan contra el casco y encienden mi imaginación;
los soviéticos alunizaron primero y del otro lado de la luna
hay pirámides; que el hombre es frágil, muy frágil.

Las luces de los coches que vuelven, que se marchan,
Que pasan a mi izquierda
Son estrellas fugaces ardientes de la ruta.
Que noche salpicada,
Que aroma a infinito gaseoso
A deseos cuánticos.
Que impaciencia por conquistar el suelo,
El suelo crudo del retorno,
De la huída.
No conozco el sol pero,
Seguro que las luces de mi pueblo
Le hurtan al fuego, el calor,
Y el reposo visceral, a su grandeza.
El recuerdo de la luz de las naves espaciales tripuladas,
o la mortuoria, en el cuarto,
me trae la sonrisa fuerte
del que cierra el puño con esperanza.











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