viernes, 17 de diciembre de 2010

cuento/EL MÁS FELIZ DE LA TARDE

Resulta que no todos los pormenores son tan menores para olvidarlos o para obviarlos en el reconto de mi vida; al hacer una sinopsis de mi argumento, debo cada tanto nombrarte simplezas, ni aburridas ni nada, son botones en el disfraz de payaso. Que curioso. Porque mi vida sería ese traje a penas cómico que distrae el pésimo espectáculo de mi cuerpo, entonces.
Ayer nomás estuve toda la mañana, ubicando libros. Los sacaba de una estantería y los acomodaba en otra, al lado de otro de misma editorial, misma colección o mismo autor. Pero los que estaban más bien solos, no tenían nada que ver entre sí y entonces pensé en que si hubiese estudiado bibliotecología como aquella novia quería, estaría entendiendo en profundidad el problema. Me pareció que los libros y la templanza del cielo estaban de acuerdo con ese pensamiento. Porque en un momento entró un viento y unas páginas sueltas de un tomo viejo de Borges, se movieron como abanicándose entre ellas.
Cuando tuve mi primer libro que ya no recuerdo cuál fue, tuve la sensación de que siempre había sido un gran lector, aunque jamás había leído uno entero y tampoco leí ese. En mi, los libros son como sus marcadores: se duermen entre las páginas de mis días, y me indican donde quedé aquellas veces que lloraba frío, semillas y llanto sobre el tangerino; o dónde estuve cuando sentí que el mundo me quedaba chico y caminé rumbo a mis sueños, que no se cumplieron, porque a los treinta kilómetros los tobillos se me partían. Y siempre un libro quedó llorando conmigo hasta el cierre del día.
Cuando encontré a Kafka me hice amigo de él. Lo invité a quedarse conmigo frente al fuego, en mi casa de familia entera, pero como ya estaba muy venida a menos la salud de esta y de mi madre, sentí que no le daría el trato que quería y postergué el encuentro para otros lunes.
La razón de estos pormenores, fue, hace un par de días, el pensamiento más fuerte que tuve.
La tarde estaba calma y yo tenía toda mi vida para mí sólo. Entré a mi cuarto y vi que mi vida iba bien. Era feliz, el más feliz en esa tarde en toda la ciudad. Salí de mi cuarto y noté que el cielo sin los vidrios era más claro, que las nubes andaban más rápido, que las plantas precisaban agua. Agarré la bicicleta que le compré a Eduardo por poca plata, y confirmé la felicidad que sólo a mí pertenecía largándome al mundo a poca velocidad para que nada se me escape, y a nadie se le pase por alto mi sonrisa, la que me hacía único y ponía lejos, muy lejos del resto. Y entonces recordé que estaba llevando en el morral a Maldoror, y tuve ansiedad por recordar la frase que me había causado risa. Doblando plácidamente, pasó lo peor, me crucé a un señor que iba riéndose y me embronqué de tal forma que quise ignorarlo y no pude.
Él iba en una moto roja que tenía un niño en el asiento trasero. Me detuve, apoyé el pie en la calle y me quedé observando hacia dónde se dirigía estupefacto. Iba en sentido contrario al mío, entonces supuse que iría al barrio Charrúa. Tomé otro rumbo menos filosófico, seguro de encontrarlo tomé otra calle. En mi interior, aquella felicidad, comenzó a sentir envidia. Si yo era el más feliz en esa tarde porqué él, ese hombre insignificante que iba abrigado de más para la hermosa atmósfera que, el sol muriente arrullaba, reía; si tenía un hijo, si la moto era ruidosa, era roja¡ Yo era el más feliz de la tarde, porqué otro reía más …Entonces adiviné su destino y emprendí mi persecución.
La calle que comencé a transitar era de adoquines, mi cuerpo se sacudía más que la bicicleta, pensé que podría llegar hasta perder kilos con semejante trajín. Con todo el movimiento encima me acordé sin querer de la discusión con mi hermano por el partido de fútbol. Como estaban jugando pésimo no queríamos verlo, pero no nos pusimos de acuerdo en cual cuadro era peor, si el verde o rojo y negro. Entonces lo insulté y él se llevó el control remoto. La tele quedó en un canal que yo no quería ver y dormí con un disgusto.
Me embronqué nuevamente con un rencor doble, porque recordé algo que no quería y era mi tarde feliz. Ese hombre me la iba robando…
En el hospital había una moto idéntica. Yo ya había salido del lomo de aquella calle ancianísima. No era el mismo vehículo, le faltaban cosas, además del chiquilín, no era roja. Y cavilando así vi sobre la otra calle pasar al hombre que me robó la risa. Sentí frío y el sol ya se iba cayendo a mis espaldas, y me dio aún más bronca porque el que estaba mal acomodado en la hora y la vida era yo, que llevaba puesta una remera fina y unos pantalones claros. Ahora íbamos empatando en los motivos, para una tarde feliz.
Salí muy rápido. Mis cordones sueltos se enredaban en los pedales, tenía que ir vigilándolos, les temía como a un amigo que se le confía un sentimiento no muy claro porque ni el carácter, ni una lógica rigurosa pudo contra el desenfreno de la nerviosa emoción insipiente. Y a su vez, tenía que equilibrar el andar para no perder mi senda. Vi que unas personas sentadas en la plaza no reían, es más, estaban enojadas o eso sugerían sus ademanes, pero estaban más abrigadas que yo.
Ya no sabía qué hacía andando a toda velocidad, casi de noche y muy enfriado el cuerpo, siguiendo a un hombre que me ignoraba absolutamente. Sin mi risa de esa tarde en la cara, fui perdiendo velocidad, cada vez más despacio hasta permitirle un goce pleno de inercia a mis piernas. El hombre y su moto con el niño ya no estaban a mi alcance. Entonces me detuve y vi que estaba frente a una vidriera que al principio me pareció de una farmacia pero era de una librería. Me acerqué y reconocí varios títulos que me habían recomendado no leer, y eso me dio risa. La risa pegó en el vidrio que oficio como suerte de espejo, por el claro oscuro del interior del comercio, y se pegó en mi cara una vez más.
Así pude reconocer, extrañamente, mi error. Entré en la librería que aún estaba abierta, y compré el libro, que me dijeron, no era literatura.

poemas presentados en zonapoema

El sol excita
de soslayo las veredas.

Ya en altura deja el orgullo.

Se desvanece.

Entonces, viene
una noche,
de pasos miserables.








Ya debe ser noche,
ya debe ser.
O la luz
oscura, callada,
está buscando,
triste,
muy triste,
una nueva boca
de tierra y rocío.























negocio



Bellezas de toda posibilidad
vi ojos inútiles vi sorpresas
espantosas cuerpos en columnas
invertebradas círculos olorosos
y verdes y amarillos Bicicletas
En una esquina con vino y sin horas
descamando su negrura tres blancos,
y un negro vivo como la playa
Todos los ómnibus menos el mío
todas las luces, menos la dada
y a pleno mediodía un bebé es el
yogurt de la vida. Desmayadas,
y trepadas por mis mangas
insurrectas palabras hondo alarido
de agua enferma ¡gime! ...gime
profanado templo. Las religiones,
catálogo a color y formas del cielo
pasaban delargo yo las vi babélicas
Tu sonrisa creó todas las palomas.
Fregaderos urbanos, la gloria del
otro sobre otro sobre otros sobre
el otro lejos,
que calla Y un viejo y su peinilla
y su pañuelo y resoplido son el
novecientos Dieciocho gobierna
los sentidos hasta lavarme la cara
más tarde, y reconocer
toda la muerte que hay a la mano

















Yo nací para lavar la loza.
Enjabonado, sacar restos de comida.
Hora, hora y media, parado frente
a cubiertos, platos, asaderas,
(debo lavar las asaderas).
Pero el pensamiento, ajeno.
El propósito es altivo.
Dejo la vida al paso
grasiento de la esponja.
Mi ansiedad se calma
acorralada por lo simple.
Un barullo agudo de vidrio y porcelana…
Y hondo,
en los abismos de mi sangre,
una paz reinante
nace bautizada,
por la gloria excepcional
de la fragancia.




























Pellizco el color blando del día
y anhelo, el roce de tu espiralado pelo.
Me interno en la sensibilidad
como en un agua clara
y tu mañana hace
piruetas en mí. Permanezco en ti,
soy lo incómodo en tu sexo.
Socorro anticipado, simple caricia.
Dejo la boca en tu vértigo y quiero,
hacer de ti mi ermita, mi tumba,
compartirte sólo con la muerte.
Y en las campanadas brillantes de la tarde,
mientras el sol planea no volver a verte,
quiero ser tu órbita púrpura y fea ,
y que tu seas,
mi árbol secreto, de sueños celestes.

sábado, 11 de diciembre de 2010

cuento/UNA IMAGEN VAGA

Una ciudad y un living. Luces propicias para la lectura o para el spleen ceniciento, como una tarde invernal. La situación ideal para escuchar Weather Report. Holgazaneando mientras nadie lo impide, sintiendo, el peso de la vida, como si fuera un aura insoportable en torno a su imagen y a su nombre. Entonces un recuerdo, imperceptiblemente más vivo que la historia detrás de la historia. Y la mujer derramada en su sillón como agua en su cauce entre las grietas de un peñasco, olvida ese sitio de finas migas de soledad.
“En nombre del santo Capullo, te convierto en estrella. Flores en estrellas.”
Aquella mujer quedó atrás, en el presente. Seguirá respirando, lenta, holgazaneando. Aquel jazz lleno de juventud recorrerá los bosques encerrados en lindos marcos. Revestirá la casa de capas finísimas, como de miel, notas, mil abejas descansando mientras trabajan. Y el recuerdo es más que imagen traslúcida de tiempo. Dubitativa rompe la membrana del espacio. Y ahora es niña. Piensa como tal y el recuerdo, si por si acaso interrumpiese, será el futuro aquel, supeditado a la soledad y a la tristeza de pianos, saxos, melodías y redobles refulgentes.
Con una varita recorre, esa niña, planta por planta, desde una ruda hasta un rosal (como si estas fuesen alfa y omega y no una cromática ilusión circular como la música).
Tiene un vestido blanco que le permite andar descalza sin manchar los flecos que como finos hilos de agua, cuelgan meneándose a cada paso. Se pierde en la oscuridad, en el lóbrego patio y en la noche de epicúreos sauces y estoicos naranjales. El piso está fresco y mojado aunque permite que se lo pise con los pies desnudos. Sus ojos lloran. ¿Será por la emoción de ir haciendo magia con su rollo de papel, un tubo blanco y fino con una pequeña figura de cartón mal cortada en la punta?. Mucho no entiende porqué llora. ¿Será la tristeza de haber matado una flor al convertirla en estrella? ¿Será el miedo a su madre o, la culpa por haber traicionado a su padre al escaparse, ignorando la exigencia de no salir de la casa nacidas la luna o la noche? Aún llorando iba de flor en flor, de ruda en ruda, olvidándose poco a poco de su cuerpo de niña, raquítico, y de su rostro inventado, italiano y criollo.
El frío que sus pies sentían se evaporaba y el llanto también. Comenzaba a verse de nada, como un recuerdo. Y comprendía que su rollo de papel no hacía de vara mágica, sino que la magia hacía de su instrumento un dedo taumatúrgico.
Su cuerpo ahora era de gas, ella era sol y realmente nadaba en una constelación pues su anterior impulso en la inocencia sobre pétalos nocturnos, era entonces lo que es siempre. Y rozaba no sólo las estrellas de su cosmos (las margaritas de su patio; las corcheas impertérritas) sino el universo que tenía al alcance, y el inalcanzable. Se trasladaba con una sensación vaga de insignificancia, de tiempo en tiempo, de universo en universo.
Allí conoció soles más gigantes que ella. La luz de todos estos fuegos inmedibles le llegaban desde todas las inmensidades.
Pero entonces, la eternidad tenía esquinas y reconoció que si las cruzaba, se olvidaría de algo, que si bien no recordaba en absoluto no podía descuidar. Y se lo preguntó, qué era, y exactamente al mismo tiempo sintió la presencia de un objeto no tan luminoso, que transmitía desorientación y un algo de ondas distorsionadas. Lo rechazó sin excluirlo. Vivenció entonces como una ilusión muy poco flácida, es más, tan tangible o más que el conocimiento. E intentó, con un pensamiento preciso, identificar aquello. Supo que eran sensaciones humanas. Todo pasó.
Sintió el frío de la hierba y la humedad del barro formado por la reciente inundación del arroyo Sauce. Mas, gracias a la helada brisa, quien le supo, como una tela, envolverle toda, fue descubriendo un cuerpo, el suyo hasta saberse eso. Viendo nuevo un continente inmemorial. Descubriendo como un colono, el mundo en otro siglo. Así sintió su cuerpo: un extenso promontorio de músculos; una llanura de piel, un tormentoso diluvio, de tristeza derramada sin resguardo, desde la sangre, tras los brillos marrones, de sus ojos ausentes.
"En nombre del santo capullo, te convierto en estrella. En nombre del sol central de la galaxia te convierto en flor, flor, te convierto en flor". La niña dijo esto como si Dios fuera su verbo.
El llanto se secó instantáneamente, mientras, sus párpados delataban la aparición del sueño. Desistió esa noche de su rol de hada madrina de los matorrales, huyendo con ínfimos pasos, subiendo los peldaños del zaguán, olvidando las huellas barrosas sobre el piso de tablones. Transitando el pasillo hacia su cuarto como luz sobre espejos, muy suave, como agua en los peñascos, sobre sus cauces.
Entre dormida y maravillada, cansada por el desastre onírico; con la vigilia de haber sido viento y fuego a la vez se sacó su ropa: su pequeña bombacha que cambió por otra, limpia y perfumada; su vestidito de hilo con puntillas. Y en la misma penumbra encontró su cuerpo el interior de su cama como una lengua el paladar del otro, amante lleno de amor.
Y una sensación vaga de ser recuerdo, desembarcó su mente en un estuario algo cansado sobre una conciencia igual pero distinta. Y apareció un compás repleto de complejas dulzuras. La voluntad tornaba sin remedio al continente escuálido del presente, como los colonos exiliados hacia la ruina de todo, hacia lo peor de ellos.
La respiración se hizo más lenta, utilizando ásperos canales, y pulmones temblorosos. Retornaron los pensamientos de cuarenta años.
-La niña- pensó la mujer -aquella niña nunca se cansó de soñar y de hacer magia-. Aunque ahora la magia sea práctica, concisa, algo mediata, visible como no lo permite otra ciencia. Grandes experiencias para magias menores.
Ahora su vara es un control remoto, un celular, un soliloquio algo compartimentado.
Ya estaba plenamente consciente de su momento actual aunque hubiese deseado lo contrario. Holgazanea, sin otro objetivo que morir en ese instante como un televisor al ser desconectado.

En cualquier desamparado lugar, donde una noche no se hace noche por la luna ni por las horas, sino por sonidos tristes e inmensidades vecinas de luces eléctricas que suplantan a las flores, a las estrellas, a los padres, a las magias.
El último aliento del disco fue expulsado y la gran boca de la suite cerró sus fauces con un estrépito insoportable, dejándola atrapada en el oscuro silencio, en la bóveda.
Sólo brillaban unos dientes que la portátil salpicaba. Su mano no alcanzaba el control, sólo por eso interrumpió su ocio. Con la intención de usarlo partió hacia la muela donde el control yacía, pero en el medio del camino de su día distinguió en ella misma su infierno, su paraíso y su purgamiento. Se pasmó de sí. Inclinó su cara hacia los edificios vecinos por el recuadro de la ventana. Ya había olvidado por completo el reciente regreso a la infancia y aquella estadía en el cosmos. También se había secado el jazz insoportable a manotazos sordos de sus costas y empinadas salientes de hueso. Ahora era ahora, fría, suplida por un alter ego demasiado objetivo para lo horrendo del paisaje. Puede tirarse. Pararse en el labio de aluminio. Mirar hacia los pies del gigante de piedra. Y tentar al tedio con escapársele en picada. O puede tomar el control remoto y rogarle a la vida, música, una nueva música con que alimentarse: Kate Jarret, J. M. Serrat, Vangelis o su entrañable Mozart.
El viento en las alturas entra violento y recorre todas los túneles y sale sin cuidado de lo frágil. Es una verdadera respiración y en el medio ella, con lacrimosos movimientos, acurrucándose definitivamente en la segunda opción.
Un nuevo círculo de música giró en el aire. Logró holgazanear y ser feliz a pesar del llanto. Vangelis le pudo germinar en sus últimos minutos sanas nostalgias e ilusiones factibles, bálsamos mágicos a sus pies cansados de vaguedad y de vida.
Chariots of Fire; no son carrozas, son fuego que transporta y ella se incendió. Su corazón, acariciado apenas por la esperanza de otro recuerdo, tomó el rumbo de la muerte, súbitamente.
Y la música sonaba mientras nunca más la sangre, ese torrente histérico, sería torrente. Una a una las carrozas de la Opera Sauvage. Una a una las horas y los fuegos y el cuerpo reposando, perdido entre los dientes, dientes de las leyes, leyes de la mágica, casual, vaga existencia.

cuento/EL CÉSPED

“Aquellos árboles
hacia el poniente
en fila navegando,
y una voz de mujer,
de tarde desmayada,
una voz que me llama,
están llamando.”(...)
Libero Falco

El césped recubre el frente de su casa. El verde es indescriptible y su textura irracional, si mi mano fuera el viento diría que es el bello invisible, que crece en la cara de una muy suave niña.
Antes de llegar a su estancia, hay un camino de escombros rodeados de álamos que, ya secos, son dólmenes custodiándola y sirviéndole devotamente.
La carretera está lejos. Desde la pieza del piano, sólo se escucha el ruidoso ronroneo de algún motor pero imperceptiblemente, podría comparársele a un canto de pájaro que llega atravesando las llanas mesetas de esta tierra.
Todos los que conocen a China aseguran que no hubo mujer más bella en el pueblo. Y es posible, sus ojos diamantinos no lo contradicen, concuerdan sus manos con esa supremacía de gracia, son delgadas y si uno la mira obrar tiende a tocarlas, quiere hacerlas suyas.
Toda arrugada, llena de tiempo como lo está una cosa vieja en una estantería alta. Perdida en su huerta, arqueada, inclinada al suelo como un sauce, escarba y depura los brotes de sus futuros pucheros y pasteles. Es bella. Al atardecer, el inmenso horizonte, dice lo mismo mojado en sus ojos llenos de campesinas y trágicas melancolías.
Su día es más o menos inquebrantable. Su mañana comienza a la hora del alba, cuando el frío es intenso y húmedo, como si fuera el último fantasma de la rociada noche. Entonces uno de sus múltiples saltos de cama, cubre su cuerpo y a sus pies lo embuten las alpargatas de siempre. La profundidad de sus pensamientos es limitada, en esas primeras horas, no exceden, la altura de una revisión médica de su organismo: si sus rodillas quebradizas duelen, si los pulmones se agitan, si los dientes tambalean. Después llega al límite con dios y huele los jazmines esparcidos sobre los marcos de la ventana, sobre el piano, en la cocina, puestos en jarrón de plástico, de vidrio, viejas latas aún impermeables, y goza el aire lleno de conocidas transparencias. Lo último es un repaso al amor muerto.
-Buen día, buenos días, vieja pero tintineando- se le escucha decir a nadie.
Camina a la cocina, y allí, lo de todos los uruguayos, pero con yerba medicinal y agua con cedrón o laurel, según la dolencia. Mira siempre las plantas y los pájaros que están picoteando las migas de pan que dejó en la noche anterior.
China tiene un hermano: Don Idefonso que no está loco, pero la depresión y el mal humor que carga es tan grande que sus ojos parecen muertos.
Don Idefonso vive al lado, en un rancho a menos de veinte metros. Ese es el lugar a dónde va cuando el sol ya se larga a andar sólo en la pileta celestial.
El fuego sigue calentando el agua, ella, a velocidad considerable, intenta organizar toda la vida suministrada en todas las vidas circundantes: helechos(los acicala), camina; morrones (los palmea), camina; césped (atisba desperfectos amarillos que atenderá al regreso), llama a la gata, y la puerta sucia, oscura, anticipada por otra mosquitera, le corta el paso y la alegría.
Don Idefonso la escucha llegar acostado, Gira su cuerpo y ve la luz aproximarse. La puerta entre abierta de su dormitorio, permite que un olor ácido y repugnante deambule entre las piezas vecinas.
-¿Cómo andamos hoy Idefonso?-. Don Idefonso no habla, sólo dice histeria dislocada, borrosidades de afectos y otras desagradables respuestas.
En algún tiempo intentó abrirle las ventanas, pero después de aquel grito feroz e inmerecido, ni las mira, las desconoce.
-¿Nos bañamos hoy? mirá que viene tu sobrina angélica. ¿Nos vamos a levantar?-. Ella lo levantaba, lo bañaba; respiraba por él aire y no mierda y orín de días amontonados.
-Te dejo a la sombra. El sol va a pegar fuerte dentro de un rato. Me voy porque el agua debe estar roja de caliente.
Deduzcan ustedes las tristezas de Doña China, y agréguenle el entierro de su libertad. Su soledad, su fe, cuanta experiencia que ya no habla porque ya no lo necesita: se ha hecho piedra y nadie la ignora.
Contiene China todos los ingredientes de la historia, y corre mansa pero profunda en su monte y alto rancho sencillo.
En la cocina el vapor que sale de la caldera empañó la ventana, y China, brumosa, apura el paso y llega a tiempo.
-A tiempo- le dijo al termo que boca abierta recibía el bautismo-.A tiempo y se rió mirando a Idefonso, borroso a través de la ventana, sentado bajo el toldo de paja, espantar con movimientos haraganes siempre, una mosca grande como un ojo negro volador. Pareciera que su día late lento, como esperando a alguien o a algo, quizá a ella.
Con el mate comienza un nuevo, religioso ritual: la mamografía de la huerta. Pasando la mano por cada uno de los frutos circulares inspecciona malformaciones, pestes o plagas. Entre legumbre y legumbre, toma un mate, mira a Idefonso y añora o eso parece que hace mientras inclina la cabeza y pierde su vista en una nada antigua, con un gesto de total inercia.
Es el turno de los zapallos. Todos verdes, explosivos, exuberantes (las hormigas atormentan brotes). El mate parece un ungido para el garguero; Don Idefonso le permitió al ojo negro volador quedarse a vivir en el sombrero.
Si todo está como debe estar, y si Idefonso chifla cuando el hambre surge, como a las diez China comienza otra ceremonia: la de cocinar.
De esta manera han transcurrido cada mañana los hermanos, sólo variando los días de lluvia o cuando los visita la vecina que ellos llaman Angélica y nombran como su sobrina.
Se los puede comparar con árboles: siempre en el lugar, creciendo por obligación, hasta que se secan, poco a poco. Primero el espíritu, después la madera.

Un día, el menos esperado de los días, Idefonso murió al término de unas agonizantes once noches.
Todo indicaba que nunca habría de pasarle, porque la muerte no se lleva a los que la buscan, sino a los que aman demasiado la vida, o a los que se los obliga a desear cualquier tipo de final.
No hubo tiempo a ningún milagro. Umpierrez, el médico de siempre, no reconoció el último verbo, mientras éste, se conjugaba entre el éter y más acá.
Unas semanas antes del deceso, había aumentado su tediosa conducta. Nunca intentó suicidarse, por lo menos físicamente, porque, por otro lado, su flaqueza y pálida apariencia eran consecuencias de nula nutrición y recuerdos podridos en la orca de la memoria.
Un día, de los que estuvo internado, ronroneó distinto. El respirador dejó escapar unos sonidos guturales. Intentó parpadear, con toda la fuerza puesta en el ojo, pero nunca llegó a ser visión. A los días el corazón latió más débil, China nunca se acercó a su camilla. Permanecía de pie a unos metros, esperando, esperando.
Logró hablar, llegó a preguntar alguna cosa:
-¿Setenta años?, ¿Cómo soportaste aquello?
China llegó a abrir la ventana. Idefonso no lo pidió, se lo ofrecieron y lo aceptó con un movimiento de cabeza.
Falleció entre gritos, como un torturado. China no lloró. El cuerpo, al medio día, despedía un olor horrible. Hubo que continuar a cajón cerrado, taparlo y devolverlo a la oscuridad, antes de que se lo recordase siempre, como un hedor desagradable.

Cuando era su patio gramilla y yuyos, y aún el césped no existía como tal, la única hermana de Idefonso, un respetable productor de carnes, besó a Juan Dorrego, otro prometedor comerciante ganadero. Lo besó a escondidas, loca de amor, entre los prometedores álamos al borde del camino.
La tarde después del entierro, recostada en aquel árbol donde hubo una vez dos cuerpos, donde el atardecer no moría todavía tras los árboles, donde, hace setenta años, una boca tocaba otra boca, pone los dedos cansados de extrañar entre sus labios secos, en donde corrió la sangre aquella que hace setenta años despidió para siempre su amor muerto.
Sus dedos salieron de su rostro. Las lágrimas se multiplicaron en la medida en que el amor profanado resurgió rescatando un rostro de entre todos los rostros de su historia. Sus gemidos, como pájaros asustados, aleteaban contra las ramas al escapárseles.
En la plenitud de la tarde se escuchó una anciana lamentarse. La rabia gobernó sus músculos, sus piernas se quebraron dejándola de rodillas, las manos eran del deseo y se perdieron donde nunca nadie llegó a perderse.
Estaba en el lugar del odio y del silencio, donde Idefonso dispuesto a todo para defender su futuro, de un golpe certero en la cien mató a Juan. Hace setenta años calladamente enterraron un cuerpo y la esclavitud quedó firmada bajo el sello de una mirada inquisidora.
Ahora sí llora y se duele por ella, y dulcemente espera, que la lluvia caiga pronto y con fuerza, sobre su campo, sobre su césped, sobre su historia.

cuento/MILAGROS DE BAJO COSTO

Hoy volví por callejuelas de amor, perdidas entre esquinas oscuras de un barrio aún más desdeñable.
Parco, sinuoso, mi aspecto es asqueroso, de barba ociosa y ropa sucia, la mugre del que labura en la grasa de los motores. Pero hoy no tengo ganas de acordarme de quien soy, de quien usa mi cuerpo para revolcarse bajo el esqueleto desecho de esos Ford irreconocibles que, insultan a los colores.
¿Qué condición de la naturaleza humana hace que la gente se empecine en mantener de pie semejantes porquerías? Armatostes odiados en la ruta, puteados, porque van asqueando, son colecciones arruinadas de pasados. Pero basta de mí. Estoy deprimido, grasiento, con un cigarrillo entre mis labios duros y secos, ancianos, vírgenes de besos, besos perdidos, como aquellos otros labios, en el recuerdo de una cara entera, la cara de ella, María Esther.
Lo único que quiero es perder el tiempo y soñar con que me apodero del sexo de algunas de esas mozas pinturrientas del Colegio Alemán, que aparentan ser los centros de los mundos, y es cierto. Cuando pasan esas jóvenes los hombres giran a su alrededor como planetas en sus órbitas gemidísimas, desechas, inevitables. Pero, me quedaré acá, en esta mesa solitaria, emborrachándome sin honor y sin deshonra.
Porque se me antoja voy a escribir de Pablo, aunque en realidad se llame Timoteo. Sí, tiene su nombre raíz de glándula, con sufijo divino; lo detesto. Hay padres que piensan desquiciados cardúmenes de nombres y se deciden por los peores. Si le voy a poner María Esther. Después de pasar por otros sonorísimos y significativos, se estancan en la peor combinación de letras...Y sí, dije María Esther.
Hoy como yo, debe estar condenada a la adultez. Yo no la amo, pero la tengo en la memoria tan querida que duele, y duele tanto que sangro su nombre siempre, aunque decididamente esté escribiendo de otro, de otra cosa u otra mierda en mi pecho. Yo decidí hablar de Pablo y aquí estoy, tratando como hormiga en el agua de salir por algún costado seco. Imposible. Estoy empapado de ella y su nombre manchará las hojas aunque me siente para tratar de cicatrizarla. Ni mi ex mujer me mojó tanto como aquella adolescente de mi memoria.
Quién es Pablo, un alcohólico como yo pero más decente, porque sólo toma de noche y cerveza, mientras que de día ama a sus críos y lo aparenta a su mujer, una gorda con mal aliento y peor carácter pero con tan buen trasero, que nada más se necesita para amarla. Lo conocí hace tres o cuatro años. Él había llevado su Toyota al taller de mi patrón y yo lo atendí.
El coche perdía nafta, por uno de esos cañitos azules. Lo único que hice fue cambiárselo. Lo levanté en una pata; le cobré como quinientos mangos. Yo creí que no se iba a dar cuenta, había preparado una buena mentira: Tenías todo el filtro desecho, me entendés, pero el tipo sabía algo de autos. Me pagó los treinta pesos de la mano de obra, los cincuenta del caño y un derechazo en las costillas que dejó confirmado, hasta el día de hoy su enojo, con una pequeña operación allí mismo. No sé, algo de costillas y algo de hemorragias, poco me interesó.
A pesar de eso nunca lo odié. Pensé, y después lo supe, que la vida le venía pegando peores, y por todo el cuerpo desde hacia rato. Y además que lo que me lastimó me curó, porque me levantó con esa misma derecha. Me puso en el Toyota y se ocupó de que me dieran salud que en ese momento era lo que precisaba, ahora no, sí pero no. Y no tomo porque una enfermedad sin hambre no me quiera anciano. No tomo por eso, tomo porque soy alcohólico. Si me quisiera matar, aflojo el gato mientras esté debajo de esas porquerías que llevan al taller, para que le hagamos milagros de bajo costo, y quedo allí nomás tendido y descuartizado. Pero no me voy a suicidar. Muchas veces se me ha pasado por la cabeza esa mala suerte de morir bajo una mole oxidada de tres toneladas y se me paraliza el cuerpo de miedo.
-Dame otra Cacho-. Hablé.
Pablo debe estar al caer (si la gorda lo suelta, si no le hace hacer acrobacias en el catre inmundo de sus soledades).
Pablo alguna vez la quiso, me lo dijo ese mismo día en el hospital, después de que me abrieron y me cerraron y me envolvieron como a regalo pobre. El tipo me cuidó como si fuera mi ex esposa (mi ex esposa me considera más ahora que cuando casados), o como la madre que ya no podré tener.
-Mirá loco, disculpame pero tengo una vida que no llega a ser de mierda porque comida no me falta, pero estoy casado con una gorda que me golpea y que no abandono por los gurises y porque está preñada, y debe ser mío. Y entonces si alguien me insulta, yo lo bajo¡ Son las patologías de una vida negra viste.
Yo tenía razón, la vida le daba duro, pero la vida pesa como doscientos kilos y hiede a tabaco.
-Pero yo no te insulté- le dije como excusándome, como que si eso importara algo y sirviera para ablandarle el corazón o enderezarme las costillas. Me miró y me dio otro menos fuerte derechazo en la mandíbula y se fue. Le grité hijo de puta con la boca llena de sangre y una muela flotando en ese buche espeso.
Pasaron unos días, le pregunté el teléfono al patrón y lo llamé para agradecerle la paciencia de haberme golpeado. No todos los hombres tienen los huevos como para ser fieles a su bronca, la mayoría la guarda y sigue cobardemente por la vida, mostrando armonía falsa que de tan falsa harta de sinceridad.
El tipo (todavía no sabía su nombre ni el nombre que le puse) también se disculpó y me dijo que pasaría después a ver como estaba. Yo le dije que no era necesario, con disculparse era suficiente, que para citas, con la que me hago todos los días al bar La Teta me alcanza. Pero insistió en que iríamos juntos y que él pagaría, porque me debía otra, por la segunda trompada.
Entonces esa noche fuimos a tomar hasta reventar de ebrios. Yo con una venda en todo el tórax, el ojo aún algo violeta y un tremendo algodón en la boca que me hacía hablar como si fuera una moto ahogada; y él, con dos heridas rojas como dos brasas vivas en el cuello dejadas por las uñas de la gorda.
Yo le conté, sentados aquí mismo, en estos dos asientos, en esta mesa en donde escribo, de mi amor por María Esther, de la herencia que nunca heredé, de los dos hijos que tengo en Minas, de la deuda que estoy generando por no pagar contribuciones, de mi cáncer faldero que no crece pero no me abandona. En fin, de mi vida venida a pique como agua de deshielo por la cordillera abismalmente empinada, de la heladera (mi humor literario refleja mi estado) Y él bebía con su expresión incambiable como de mujer violada, que yendo al caso es lo mismo.
Bueno, todas las noches hemos venido hasta aquí a recordar quienes fuimos ayer, cuando fuimos alguien. Y aunque parezca extraño, este salón de mediocridad y bajos fondos nos ha adoptado, como un perro a su sarna, y nosotros a él. Y aquí, entre nosotros ha crecido una amistad aunque perniciosa, inquebrantable, cimentada en la más dolida carne, en los más amargos secretos que puede tener un hombre común, o sea pobre y palpitante, de conciencia vaga e instintiva. Una amistad tal que deja claro que el amor existe, aunque adquiera forma de basural, con los mismos olores y la misma clandestinidad.
Quién soy: soy un alcohólico, con mameluco grasiento que tiene un amigo, que no ha llegado, un vaso siempre por la mitad y una letra que empeora a cada trago. Pero no quiero hablar de mí.

cuento/ LO COMÚN

“(…)¿Que cataclismo ha sobrevenido en el mundo?
¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?”
Horacio Quiroga, El Hombre Muerto

Se oyen gritos de una multitud vecina, y se escabullen motos, que por la corta calle pasan. El orín golpea contra la cerámica verde o se salpica al chapotear contra el agua. Lo escucho, es el abuelo. Luego camina y su ropa cruje al refregársele al cuerpo. Sus pasos lentos se arrastran por el piso, suenan a hojas en la vereda empujadas. No imagino qué piensa, cómo piensa un abuelo; si, cansado lo hace, si vive en su cuerpo o ya está contemplándose horrorizado, por el fantasma de la ruindad en él. Viejo y sordo.
De joven daba gritos fuertes, como los que caen, desde afuera, ahora en mis oídos, en mi almohada... O en los suyos, aunque inútiles, oficinas vacías, clausuradas.
Fue pianista, uno mediocre. Pero ahora, combina demasiado lento los dedos sobre los escalones del piano.
El viento siempre se encarga, de dibujarme garabatos en la mente, con ecos y sonidos fantasmales. En este caso, sonidos borrachos festejando lo que podría llegar a ser la muerte silenciosa de mi abuelo, profanada de esa manera.
Sus pasos continúan resonando aletargados en alguna habitación. Reptan la escalera sus rodillas herrumbradas. Son devotas sin dios, peregrinando rutinarias caminos devocionales, llenas de súplica y de rabia.
Escucho sus manos apoyadas en la pared, aferradas a los picaportes, sobre los muebles cubiertos de libros y partituras; su derecha contra las teclas blancas intenta un acorde pero suena a muerto. En la cocina, un tenedor se le cae al piso.
Por la ventana un ladrido lejano me molesta y molesta al viento, interrumpiéndole su aleteo entre los árboles. Siempre pienso que a los perros les bastaría un poco de sentido común para en algún momento no ladrar o ladrar poniendo la lengua de otra forma… Igual, que ladren todo lo que se les antoje. A mi abuelo no le van a impedir que duerma, y yo doy gruñidos y nadie me injuria.
Agarró los fósforos, entonces encendió las velas. Tenemos luz eléctrica pero jamás encuentra los interruptores, en cambio los fósforos sí. A veces la mente inventa pretextos para quedarse a dormir en algún hábito. Encuentra deliberadamente los lentes, los dientes y los fósforos pero no los interruptores.
Puede morir, todo se lo permite. Cuando lo haga, dejaré su cuarto como está y lo usaré de lugar secreto.
Por las tardes los sonidos entran allí como una empleada, pidiendo permiso y con andar suave. Me hacen feliz mientras miro el cielo, recostado en la cama y respiro un aroma a jazmín inagotable. Allí puedo soportar los sonidos perversos del pueblo y mi leve soledad.
Cuando el abuelo se abandone a sí mismo voy a cambiar de cuarto. Viviré en la planta baja, en la raíz de la vieja casa... No quiero volver a cruzar la puerta cerrada, esta nada lindante, denuncia la falta de cuerpos. El silencio invencible en esa habitación, es el llanto negro de los vestigios humanos: la cama protesta su orden estéril, el espejo desdeña la cara de lo inerte y la ropa... suda el perfume del último lavado. Jamás tendré que pasar por acá de nuevo. Arreglaré el baño de abajo, las cañerías y las baldosas y no subiré más. Restauraré los grifos de la pileta y esto será mañana, para que mi abuelo no tenga que subir más escaleras y yo no tenga que vivir tan alto, tan lejos.
Dos cosas me recuerdan a mis padres: sus pertenencias, envueltas en el becuadro más duradero de mi pentagrama, que distribuidas por la casa han quedado como testimonio, de que sin ellos, la vida está como en vitrina, suspendida, indiferente; y mi abuelo, una coleteante ironía, que hace de la historia un conjunto de hechos azarosos donde vitalidad, fortaleza, sabiduría son palabras; nada más que palabras inoperantes.
Él, continúa derribando la esperanza con cada latido, va como adentro de su propio reloj. Si recibe estímulos del mundo exterior, sólo han de ser sobras que el resto de la humanidad no ha querido adjudicarse.
Yo no me acerco a hablar con mi abuelo, porque cuando trato de preguntarle si necesita algo llora antes de pronunciar tres palabras. Primero me da fastidio y después me deja en coma.
"No nieto...Mm...Los viejos, somos como perros...-empieza a llorar- ...enterramos las penas como ellos hacen con los huesos. Si las sacamos es para recordar qué fuimos.- Y su pausa siempre es igual.
Pasa casi todo el día sentado en la butaca del piano, por eso si algo dice, lo emite desde allí. Se saca los lentes, los empaña, los seca, se los acomoda y queda mirando mis pies o mi pecho, aunque
en realidad es como si mirara a través de mi, buscando las cortinas o algo menos inobservable: el pasado con dolor incorporado.
Yo lo sé, el dolor le da la comida de viejo, y el haber conseguido huesos llenos de despedidas, le da felicidad. Estoy convencido, porque los desentierra y sale con ellos a lamerlos en el BPS, o en la cola del sanatorio. Y en la única visita que recibe, los comparte con un viejo bandoneonísta, que trae los suyos que son más quebradizos.
Si mi abuelo muriera, probaría no creer en dios. Debería borrar las simbologías divinas de mi memoria, a Cristo con cara de constelación y expresión sin tiempo; a la cruz le recortaría los extremos que se clavan en otras realidades convirtiéndola en un mojón universal. Pasaría a ver en cada brote de paraíso un castigo y no la redención de la sustancia. El futuro ya no sería ni siquiera un enigma, sería cemento, una nada insensible (busco un término que despedace los sentidos, un adjetivo que vengándose se autoelimine, dejando al sustantivo fe indefenso, para verlo de cerca, para demandarle la necesidad de ver), que no haya tentación ni egolatría, que queden en vez de ángeles caídos, ángeles nihilistas, cobardes, envejecidos.
En esa nada, empantanado en esa brumosa esperanza diría, familia: una puerta cerrada y un salón sin ecos; diría sueños: andamios de paso, almanaques mendigantes, impuestos por tener un riñón que funcione. Diría mi oración, mis plegarias, sacudiéndome las migas en las meriendas. Mentiría en el confesionario: no creeré en dios, no seré ateo, renunciaré a uno, me reiré de lo otro.
Si mi abuelo cae, lloraré sobre su piel reseca, sobre sus miembros enflaquecidos, acariciando sus reumáticos dedos, pensionados para siempre, lejos de su campo de batalla. Lloraré de tal manera que sólo las humedades, en las esquinas del techo sabrán qué pasa ahí abajo entre esas dos sombras mohosas: con el que gime y se despide del otro que es humo y haciende a descansar o a cansarse en otras escaleras. Quizá las nubes digan por fin. Quizá las fotos de mis padres digan no es posible. Quizá yo ya no quiera escuchar más ni decir nada.
Si mi abuelo muere estaré obligado a amar la vida porque cualquier otro sentimiento me mataría, aunque no lo sepa, y si renuncio después de lo peor, a lo único que no me renuncia, odiaría sin piedad las flores después del invierno, un hijo después del parto, el aprendizaje después del sabotaje.
Recuerdo...Mis padres doblaron en la esquina del kilómetro tres y medio y chocaron fatalmente... Escucho las frenadas...La noche perturbada siendo en todo; y a mi abuelo llorándolos, condensando el fermento de mi tristeza.
Donde quedaron sus cuerpos, hay ahora unos yuyos, no hay un enorme jacarandá, no hay un árbol de habas mágicas. Cuando muera mi abuelo qué habrá: ¡lo mismo!, espigas, tréboles, lo común. Cuando murió Cristo, hubo yuyos, hasta en el cielo.