sábado, 11 de diciembre de 2010

cuento/ LO COMÚN

“(…)¿Que cataclismo ha sobrevenido en el mundo?
¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?”
Horacio Quiroga, El Hombre Muerto

Se oyen gritos de una multitud vecina, y se escabullen motos, que por la corta calle pasan. El orín golpea contra la cerámica verde o se salpica al chapotear contra el agua. Lo escucho, es el abuelo. Luego camina y su ropa cruje al refregársele al cuerpo. Sus pasos lentos se arrastran por el piso, suenan a hojas en la vereda empujadas. No imagino qué piensa, cómo piensa un abuelo; si, cansado lo hace, si vive en su cuerpo o ya está contemplándose horrorizado, por el fantasma de la ruindad en él. Viejo y sordo.
De joven daba gritos fuertes, como los que caen, desde afuera, ahora en mis oídos, en mi almohada... O en los suyos, aunque inútiles, oficinas vacías, clausuradas.
Fue pianista, uno mediocre. Pero ahora, combina demasiado lento los dedos sobre los escalones del piano.
El viento siempre se encarga, de dibujarme garabatos en la mente, con ecos y sonidos fantasmales. En este caso, sonidos borrachos festejando lo que podría llegar a ser la muerte silenciosa de mi abuelo, profanada de esa manera.
Sus pasos continúan resonando aletargados en alguna habitación. Reptan la escalera sus rodillas herrumbradas. Son devotas sin dios, peregrinando rutinarias caminos devocionales, llenas de súplica y de rabia.
Escucho sus manos apoyadas en la pared, aferradas a los picaportes, sobre los muebles cubiertos de libros y partituras; su derecha contra las teclas blancas intenta un acorde pero suena a muerto. En la cocina, un tenedor se le cae al piso.
Por la ventana un ladrido lejano me molesta y molesta al viento, interrumpiéndole su aleteo entre los árboles. Siempre pienso que a los perros les bastaría un poco de sentido común para en algún momento no ladrar o ladrar poniendo la lengua de otra forma… Igual, que ladren todo lo que se les antoje. A mi abuelo no le van a impedir que duerma, y yo doy gruñidos y nadie me injuria.
Agarró los fósforos, entonces encendió las velas. Tenemos luz eléctrica pero jamás encuentra los interruptores, en cambio los fósforos sí. A veces la mente inventa pretextos para quedarse a dormir en algún hábito. Encuentra deliberadamente los lentes, los dientes y los fósforos pero no los interruptores.
Puede morir, todo se lo permite. Cuando lo haga, dejaré su cuarto como está y lo usaré de lugar secreto.
Por las tardes los sonidos entran allí como una empleada, pidiendo permiso y con andar suave. Me hacen feliz mientras miro el cielo, recostado en la cama y respiro un aroma a jazmín inagotable. Allí puedo soportar los sonidos perversos del pueblo y mi leve soledad.
Cuando el abuelo se abandone a sí mismo voy a cambiar de cuarto. Viviré en la planta baja, en la raíz de la vieja casa... No quiero volver a cruzar la puerta cerrada, esta nada lindante, denuncia la falta de cuerpos. El silencio invencible en esa habitación, es el llanto negro de los vestigios humanos: la cama protesta su orden estéril, el espejo desdeña la cara de lo inerte y la ropa... suda el perfume del último lavado. Jamás tendré que pasar por acá de nuevo. Arreglaré el baño de abajo, las cañerías y las baldosas y no subiré más. Restauraré los grifos de la pileta y esto será mañana, para que mi abuelo no tenga que subir más escaleras y yo no tenga que vivir tan alto, tan lejos.
Dos cosas me recuerdan a mis padres: sus pertenencias, envueltas en el becuadro más duradero de mi pentagrama, que distribuidas por la casa han quedado como testimonio, de que sin ellos, la vida está como en vitrina, suspendida, indiferente; y mi abuelo, una coleteante ironía, que hace de la historia un conjunto de hechos azarosos donde vitalidad, fortaleza, sabiduría son palabras; nada más que palabras inoperantes.
Él, continúa derribando la esperanza con cada latido, va como adentro de su propio reloj. Si recibe estímulos del mundo exterior, sólo han de ser sobras que el resto de la humanidad no ha querido adjudicarse.
Yo no me acerco a hablar con mi abuelo, porque cuando trato de preguntarle si necesita algo llora antes de pronunciar tres palabras. Primero me da fastidio y después me deja en coma.
"No nieto...Mm...Los viejos, somos como perros...-empieza a llorar- ...enterramos las penas como ellos hacen con los huesos. Si las sacamos es para recordar qué fuimos.- Y su pausa siempre es igual.
Pasa casi todo el día sentado en la butaca del piano, por eso si algo dice, lo emite desde allí. Se saca los lentes, los empaña, los seca, se los acomoda y queda mirando mis pies o mi pecho, aunque
en realidad es como si mirara a través de mi, buscando las cortinas o algo menos inobservable: el pasado con dolor incorporado.
Yo lo sé, el dolor le da la comida de viejo, y el haber conseguido huesos llenos de despedidas, le da felicidad. Estoy convencido, porque los desentierra y sale con ellos a lamerlos en el BPS, o en la cola del sanatorio. Y en la única visita que recibe, los comparte con un viejo bandoneonísta, que trae los suyos que son más quebradizos.
Si mi abuelo muriera, probaría no creer en dios. Debería borrar las simbologías divinas de mi memoria, a Cristo con cara de constelación y expresión sin tiempo; a la cruz le recortaría los extremos que se clavan en otras realidades convirtiéndola en un mojón universal. Pasaría a ver en cada brote de paraíso un castigo y no la redención de la sustancia. El futuro ya no sería ni siquiera un enigma, sería cemento, una nada insensible (busco un término que despedace los sentidos, un adjetivo que vengándose se autoelimine, dejando al sustantivo fe indefenso, para verlo de cerca, para demandarle la necesidad de ver), que no haya tentación ni egolatría, que queden en vez de ángeles caídos, ángeles nihilistas, cobardes, envejecidos.
En esa nada, empantanado en esa brumosa esperanza diría, familia: una puerta cerrada y un salón sin ecos; diría sueños: andamios de paso, almanaques mendigantes, impuestos por tener un riñón que funcione. Diría mi oración, mis plegarias, sacudiéndome las migas en las meriendas. Mentiría en el confesionario: no creeré en dios, no seré ateo, renunciaré a uno, me reiré de lo otro.
Si mi abuelo cae, lloraré sobre su piel reseca, sobre sus miembros enflaquecidos, acariciando sus reumáticos dedos, pensionados para siempre, lejos de su campo de batalla. Lloraré de tal manera que sólo las humedades, en las esquinas del techo sabrán qué pasa ahí abajo entre esas dos sombras mohosas: con el que gime y se despide del otro que es humo y haciende a descansar o a cansarse en otras escaleras. Quizá las nubes digan por fin. Quizá las fotos de mis padres digan no es posible. Quizá yo ya no quiera escuchar más ni decir nada.
Si mi abuelo muere estaré obligado a amar la vida porque cualquier otro sentimiento me mataría, aunque no lo sepa, y si renuncio después de lo peor, a lo único que no me renuncia, odiaría sin piedad las flores después del invierno, un hijo después del parto, el aprendizaje después del sabotaje.
Recuerdo...Mis padres doblaron en la esquina del kilómetro tres y medio y chocaron fatalmente... Escucho las frenadas...La noche perturbada siendo en todo; y a mi abuelo llorándolos, condensando el fermento de mi tristeza.
Donde quedaron sus cuerpos, hay ahora unos yuyos, no hay un enorme jacarandá, no hay un árbol de habas mágicas. Cuando muera mi abuelo qué habrá: ¡lo mismo!, espigas, tréboles, lo común. Cuando murió Cristo, hubo yuyos, hasta en el cielo.

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