sábado, 11 de diciembre de 2010

cuento/EL CÉSPED

“Aquellos árboles
hacia el poniente
en fila navegando,
y una voz de mujer,
de tarde desmayada,
una voz que me llama,
están llamando.”(...)
Libero Falco

El césped recubre el frente de su casa. El verde es indescriptible y su textura irracional, si mi mano fuera el viento diría que es el bello invisible, que crece en la cara de una muy suave niña.
Antes de llegar a su estancia, hay un camino de escombros rodeados de álamos que, ya secos, son dólmenes custodiándola y sirviéndole devotamente.
La carretera está lejos. Desde la pieza del piano, sólo se escucha el ruidoso ronroneo de algún motor pero imperceptiblemente, podría comparársele a un canto de pájaro que llega atravesando las llanas mesetas de esta tierra.
Todos los que conocen a China aseguran que no hubo mujer más bella en el pueblo. Y es posible, sus ojos diamantinos no lo contradicen, concuerdan sus manos con esa supremacía de gracia, son delgadas y si uno la mira obrar tiende a tocarlas, quiere hacerlas suyas.
Toda arrugada, llena de tiempo como lo está una cosa vieja en una estantería alta. Perdida en su huerta, arqueada, inclinada al suelo como un sauce, escarba y depura los brotes de sus futuros pucheros y pasteles. Es bella. Al atardecer, el inmenso horizonte, dice lo mismo mojado en sus ojos llenos de campesinas y trágicas melancolías.
Su día es más o menos inquebrantable. Su mañana comienza a la hora del alba, cuando el frío es intenso y húmedo, como si fuera el último fantasma de la rociada noche. Entonces uno de sus múltiples saltos de cama, cubre su cuerpo y a sus pies lo embuten las alpargatas de siempre. La profundidad de sus pensamientos es limitada, en esas primeras horas, no exceden, la altura de una revisión médica de su organismo: si sus rodillas quebradizas duelen, si los pulmones se agitan, si los dientes tambalean. Después llega al límite con dios y huele los jazmines esparcidos sobre los marcos de la ventana, sobre el piano, en la cocina, puestos en jarrón de plástico, de vidrio, viejas latas aún impermeables, y goza el aire lleno de conocidas transparencias. Lo último es un repaso al amor muerto.
-Buen día, buenos días, vieja pero tintineando- se le escucha decir a nadie.
Camina a la cocina, y allí, lo de todos los uruguayos, pero con yerba medicinal y agua con cedrón o laurel, según la dolencia. Mira siempre las plantas y los pájaros que están picoteando las migas de pan que dejó en la noche anterior.
China tiene un hermano: Don Idefonso que no está loco, pero la depresión y el mal humor que carga es tan grande que sus ojos parecen muertos.
Don Idefonso vive al lado, en un rancho a menos de veinte metros. Ese es el lugar a dónde va cuando el sol ya se larga a andar sólo en la pileta celestial.
El fuego sigue calentando el agua, ella, a velocidad considerable, intenta organizar toda la vida suministrada en todas las vidas circundantes: helechos(los acicala), camina; morrones (los palmea), camina; césped (atisba desperfectos amarillos que atenderá al regreso), llama a la gata, y la puerta sucia, oscura, anticipada por otra mosquitera, le corta el paso y la alegría.
Don Idefonso la escucha llegar acostado, Gira su cuerpo y ve la luz aproximarse. La puerta entre abierta de su dormitorio, permite que un olor ácido y repugnante deambule entre las piezas vecinas.
-¿Cómo andamos hoy Idefonso?-. Don Idefonso no habla, sólo dice histeria dislocada, borrosidades de afectos y otras desagradables respuestas.
En algún tiempo intentó abrirle las ventanas, pero después de aquel grito feroz e inmerecido, ni las mira, las desconoce.
-¿Nos bañamos hoy? mirá que viene tu sobrina angélica. ¿Nos vamos a levantar?-. Ella lo levantaba, lo bañaba; respiraba por él aire y no mierda y orín de días amontonados.
-Te dejo a la sombra. El sol va a pegar fuerte dentro de un rato. Me voy porque el agua debe estar roja de caliente.
Deduzcan ustedes las tristezas de Doña China, y agréguenle el entierro de su libertad. Su soledad, su fe, cuanta experiencia que ya no habla porque ya no lo necesita: se ha hecho piedra y nadie la ignora.
Contiene China todos los ingredientes de la historia, y corre mansa pero profunda en su monte y alto rancho sencillo.
En la cocina el vapor que sale de la caldera empañó la ventana, y China, brumosa, apura el paso y llega a tiempo.
-A tiempo- le dijo al termo que boca abierta recibía el bautismo-.A tiempo y se rió mirando a Idefonso, borroso a través de la ventana, sentado bajo el toldo de paja, espantar con movimientos haraganes siempre, una mosca grande como un ojo negro volador. Pareciera que su día late lento, como esperando a alguien o a algo, quizá a ella.
Con el mate comienza un nuevo, religioso ritual: la mamografía de la huerta. Pasando la mano por cada uno de los frutos circulares inspecciona malformaciones, pestes o plagas. Entre legumbre y legumbre, toma un mate, mira a Idefonso y añora o eso parece que hace mientras inclina la cabeza y pierde su vista en una nada antigua, con un gesto de total inercia.
Es el turno de los zapallos. Todos verdes, explosivos, exuberantes (las hormigas atormentan brotes). El mate parece un ungido para el garguero; Don Idefonso le permitió al ojo negro volador quedarse a vivir en el sombrero.
Si todo está como debe estar, y si Idefonso chifla cuando el hambre surge, como a las diez China comienza otra ceremonia: la de cocinar.
De esta manera han transcurrido cada mañana los hermanos, sólo variando los días de lluvia o cuando los visita la vecina que ellos llaman Angélica y nombran como su sobrina.
Se los puede comparar con árboles: siempre en el lugar, creciendo por obligación, hasta que se secan, poco a poco. Primero el espíritu, después la madera.

Un día, el menos esperado de los días, Idefonso murió al término de unas agonizantes once noches.
Todo indicaba que nunca habría de pasarle, porque la muerte no se lleva a los que la buscan, sino a los que aman demasiado la vida, o a los que se los obliga a desear cualquier tipo de final.
No hubo tiempo a ningún milagro. Umpierrez, el médico de siempre, no reconoció el último verbo, mientras éste, se conjugaba entre el éter y más acá.
Unas semanas antes del deceso, había aumentado su tediosa conducta. Nunca intentó suicidarse, por lo menos físicamente, porque, por otro lado, su flaqueza y pálida apariencia eran consecuencias de nula nutrición y recuerdos podridos en la orca de la memoria.
Un día, de los que estuvo internado, ronroneó distinto. El respirador dejó escapar unos sonidos guturales. Intentó parpadear, con toda la fuerza puesta en el ojo, pero nunca llegó a ser visión. A los días el corazón latió más débil, China nunca se acercó a su camilla. Permanecía de pie a unos metros, esperando, esperando.
Logró hablar, llegó a preguntar alguna cosa:
-¿Setenta años?, ¿Cómo soportaste aquello?
China llegó a abrir la ventana. Idefonso no lo pidió, se lo ofrecieron y lo aceptó con un movimiento de cabeza.
Falleció entre gritos, como un torturado. China no lloró. El cuerpo, al medio día, despedía un olor horrible. Hubo que continuar a cajón cerrado, taparlo y devolverlo a la oscuridad, antes de que se lo recordase siempre, como un hedor desagradable.

Cuando era su patio gramilla y yuyos, y aún el césped no existía como tal, la única hermana de Idefonso, un respetable productor de carnes, besó a Juan Dorrego, otro prometedor comerciante ganadero. Lo besó a escondidas, loca de amor, entre los prometedores álamos al borde del camino.
La tarde después del entierro, recostada en aquel árbol donde hubo una vez dos cuerpos, donde el atardecer no moría todavía tras los árboles, donde, hace setenta años, una boca tocaba otra boca, pone los dedos cansados de extrañar entre sus labios secos, en donde corrió la sangre aquella que hace setenta años despidió para siempre su amor muerto.
Sus dedos salieron de su rostro. Las lágrimas se multiplicaron en la medida en que el amor profanado resurgió rescatando un rostro de entre todos los rostros de su historia. Sus gemidos, como pájaros asustados, aleteaban contra las ramas al escapárseles.
En la plenitud de la tarde se escuchó una anciana lamentarse. La rabia gobernó sus músculos, sus piernas se quebraron dejándola de rodillas, las manos eran del deseo y se perdieron donde nunca nadie llegó a perderse.
Estaba en el lugar del odio y del silencio, donde Idefonso dispuesto a todo para defender su futuro, de un golpe certero en la cien mató a Juan. Hace setenta años calladamente enterraron un cuerpo y la esclavitud quedó firmada bajo el sello de una mirada inquisidora.
Ahora sí llora y se duele por ella, y dulcemente espera, que la lluvia caiga pronto y con fuerza, sobre su campo, sobre su césped, sobre su historia.

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