miércoles, 9 de febrero de 2011

NOVELA/ RASTRO SOBRE NADA (todos los capítulos)

RASTRO SOBRE NADA





Me hubiera gustado clavar la noche en el papel como a una gran mariposa nocturna. Pero en cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas espumas, noche abajo.
J. C. Onetti El pozo







I
Donde Comencé

Creo, el valor, lo encontré cuando vi su piel, o quizá cuando anduvo su vocal gangosa, jugando en mi oído al sexo, sino jamás, yo, el de alma con olor a encierro, cuajada y llena de abandonos, hubiese abierto la boca tan al margen del escrúpulo, tan ignorante del dolor que causaría en cualquiera, en mí, en ella, en ambos, sobre todo en mí.
Francesa; de cerámica el piso y ese olor a libro…Marmóreo, negro, imponente pelo para el amor. Una rara pollera que no comparo porque sé, caeré en ridiculeces, para qué molestar el recuerdo por algo menor, que fue mayor cuando a mis pies, recorrió el último estante con un dedo de yeso, torciendo el cuello, buscando la primera edición de El Pozo, un ejemplar de los quinientos que se perdieron en un sótano de la calle Monteverde y Barreiro y Ramos o en alguna mudanza (¿será que el destino de lo literario tiene límites precisos, una trinchera de papel, que no conocerá acaso, otro tiempo y otras formas del honor que el extravío, la gloria póstuma, o los segundos premios?). Vi, su cadera como una luna muriente, y en ella praderas carmesí e idilios de besos. Y ahí, a un brazo húmedo de distancia, algo menos que sus hombros, cortados por tiras blancas y con puntillas que me llevaban a lo íntimo; un arco iris de piel en torno a un cielo pecoso y de agua en donde iba tirando mi moneda, ansiando su pacto definitorio que me librara de su ausencia, que me diese su reino infinito, horizontal.
Se paró sin libro, mientras un no no nervioso, planificado, me buscaba la cara. Giró su ropa, yo estaba jugando a amarla y la engañé cuando accedí a que se encargara de telefonear y seguir procedimientos que sabía tendrían un no no como respuesta. Ese libro no se encontraba en las librerías, ni en la ciudad, en ninguna ciudad; yo entré por ella, y por Pablo, antes que todo. Caminamos unos metros a un secreto de cercanía, cuando le escuché susurrar la melodía, que otra voz más susceptible que la suya, repartía desde unos sucios parlantes; una niña casi salía hecha de aire; pronunciaba más lastimosa, apenas, frases boreales en francés, esa pintaba más su patria entre patrias letradas, con el tinte justo para el espacio en que estábamos. Pero oía a esta sin preferirlo, es más algo irritado, defraudado. Le pierdo fe a aquellos que hacen algo para exteriorizar lo que ya sé son, lo que los hace ellos y es para ser descubierto en sus inocencias; al lucirlo como patrimonio en sus frentes, dejan de tenerlo, dejan de ser, y me pierden, les pierdo el respeto o el interés, no les creo más o les creo menos. Prefiero a los resignados, a los perdedores, deprimidos, sumergidos en sus ruinas, olvidados de ellos, del amor y del odio. Podría serles fiel siempre. Fiel a mi antojo. Lo que digan lo absorbería desesperadamente como si estuviese en medio del desierto y fuese agua del mismo cáliz, agua de cualquier alianza nueva o eterna.
Aún así, continúe con la pantomima iniciada al rededor del ejemplar. Casi había olvidado el juego, la farsa nacida entorno a sus piernas y a algunos rumores de Pablo. Me preguntó si quería que siguiera buscándolo los días siguientes, averiguando en otras casas, distribuidoras, editoriales o yo que sé, y que en todo caso me llamaría para informarme de los resultados. Sí sí le dije, porque ya había previsto esa posibilidad, la oportunidad de tener su voz enjaulada en el tubo, cercana, en mi cien, para oírla hablar su uruguayo arromanzado, pero no su canto prostituyéndose porque creyó reconocer en mí a un añorante de bellas époques, que buscaba en su cuerpo inmigrante la calle Notre Dame de la Victoire, el Rhin y anhelaba las tertulias románticas, más ambicionados con el tiempo, que el Pozo y su primer edición, que no sé si existe, y en todo caso, sí podré pagarlo.
Cuando salí de aquella librería, en la que viví escasos minutos, me quedé espiando entre carátulas coloridas, mal forradas, cotizadas con números sensuales, mirando como pude, entre los espacios sin libros, la extrañeza familiar que me significaba la francesa.
Sus manos estaban sobre el mostrador, sus ojos en una escalera a su izquierda que comunicaría, en el subsuelo, a sitios de magia, un reino de psicodelia beatlesca o dantescas sensualidades; a un reservorio de libros arruinados, y ejemplares inleíbles, que me entusiasmaban más, que cualquiera de estos que casi en la frente me acorralaban los ojos, privándoles la boca de ella, dentro.
Pero tuve que irme de allí; mi objetivo nunca fue enamorarme, sino sentir y probar el límite de mi osadía. Poder sacarle una hora de cuerpos, con una frase estudiada, unos versos perdidos y palabras sueltas grabadas con violencia en mi memoria adolescente; una discusión a raíz del poema, saliese como saliera; me iba a permitir hasta un tu es française un tu viens de la France, quizá la France: marbre de rêve et bars humides, latinoamericanos vencidos par ses piernas lubriques.
Aunque no fracasé, no veo logros. Digamos entonces, que no he iniciado, que estoy donde comencé, con la salvedad de que ella tiene mi número y yo su existencia, su vida entre comentarios improbados, y torpes entrometimientos.





II
Los de adentro

No sé, la deseé por capricho quizás, hasta por venganza. Hay tantas cosas que siempre he visto caer sobre rodillas de otros anheladas por mí, que esta, esta humana forma de círculos y curvilíneas perfumadas, tendría que ser para mí, aunque no mía, pero sí resuelta a que la mate si quiero, o a que la ilumine con una gloria, que deberá suponer ofrezco. La tuve cercana todo el mediodía, recordada y liviana, mientras recortaba artículos policiales en el peor de los diarios.
Creí verla, a ella, liderando una revuelta por el aborto, sosteniendo una pancarta, de un modo desesperado, casi placentero. Y la dejé sostenida después, con una mala cinta plástica, suspendida la imagen en un panel que ya no es ni panel que fue panel, aquel año en que resumí todos los años y caí en la cuenta de todas las ausencias… Creí de a trozos poseerle el alma, la vida, la muerte, el idioma, su todo nombrado, su nada inmortal. La vi golpeada en la calle, atravesada por un horizonte de océano en una propaganda de viaje, negando un debate público con sus opositores; esposada por haber dejado morir a su marido luego de que se cayera sobre el cuchillo con la que la estaba amenazando. Y siempre al muro, continuándose hasta el final, allá en la puerta del baño, o la ventana.
En medio del sol y del frío, hundido en una carne naciente de luz y de viento, comprendí que era necesario que dejara entrar aquellas tantas voces de mi historia en el ahora, en esto que llamo presente por falta de pruebas de que en realidad no es tiempo, no es ni espacio, es decir de que no existe como tal y de que no existo por lo tanto. Era necesario despertar aquello que en mí mismo invernaba, y dejarme en evidencia, que cualquiera descubra que soy lo peor que he podido ser, y seguir pretendiendo imponerle al mundo mis leyes enfermas, que ni yo conozco ya, y que reconozcan y aplaudan mis empecinamientos, que el odio es pan, que la soledad es sexo. Debería entonces atender una a una las plegarias de los mayores que de niño decían y repetían, sin encajar del todo su palabra profética en esos rostros groseros, pálidos, ajenos a mi juego. Decían, puedo recordar si quiero: “Mijo no sea idiota, es mejor desconfiar de los de afuera que perder lo poco que se logra con los de adentro.” Afuera estaba, el que nunca fui yo, merodeándome, revoloteando casi apagado cerca de los hedores, de las noches, como mariposa, hurgando en todos mis desperdicios, como Prometeo indigente, Patito Feo, príncipe sapo, fuera, como todo eufemismo maravilloso que no diga directa y beatíficamente que somos herederos del cielo, desterrados en el baldío de la ignorancia y la envidia cósmica. Será momento de dejarlo entrar, de dejarme abitar, de abrirme el pelo y por la parte superior del cráneo que entre, que se hospede donde quiera, cuanto quiera. Porque yo no confío en los de adentro, rebeldía, timidez…rencor, los de adentro entran y salen, y no se bañan antes de entrar y se roban algo al salir, te pueden matar más fácil, es fácil de entender, estoy seguro que ya fui claro. Y entonces, la despacharía a ella, que sin corresponder a un único cuerpo concreto y siendo todos, pernocta en mis jardines y se alimenta de aquellas felicidades, brotes flojos de los años, cuando un consejo era el peor de los egoísmos que he sufrido, en que un amor para toda la vida era la vida.
Seguí recortándole las vidas posibles adjudicándole ideales, crímenes, formando muertes a su alrededor. Ella estaba en todos los rostros. Se le incendió el auto en el barrio Angeló y su beba dentro; para los agro productores no hay solución a los asentamientos más, que la justicia propia y el enorme paredón del que se calló cuando desesperada lo cruzaba mientras las balas le rozaban el lomo. La quisieron violar y un taxista le salvó la sangre, aunque el trauma le tocó el futuro; La Comisión para la Voluntad Histórica y la Democracia, encontró sus restos junto a otros tantos no identificados de la dictadura, que aún en un sitio de sueños debió financiar el país cara del imperialismo. La mataré hasta que la tenga eterna, hasta que no me quede llanto. No habrá jamás, ya ni un rastro real de muerte pura.
Y así continúe recortándola, acomodándola, en nichos imprecisos, apilada en mi cementerio, esta vieja habitación de pensión es eso. Pintura sin color describible que evidencia sus años por medio de todo, caminos plateados de babosas, pájaros vaporosos de telaraña acumulada, humedades, cuadros ovales que ya no están que dejaron su silueta patética, eso, sobre todo sus ausencias que pueblan el espacio, que invaden todo de una manea rabiosa, casi asfixiante y que respeto con absoluta devoción, adorándoles la vacuidad. Yo la vi decapitada en una favela de Río, narcotráfico y prostitución, fuera del mundo.

III
El Sótano

La idea de tomarla me surgió no por amor primeramente, otra paradoja me guió a su cuello, a su angosta cintura, a la extraña escalera que lleva a ese sótano. Siempre pensé que el sótano de una librería es lo más parecido al misterio de dios, de las civilizaciones que desaparecen misteriosamente, a todo aquello que no es terreno ni de la imaginación ni del estudio ni de la necesidad. Por ejemplo rastrear la idea de la primera escalera.
En tiempos de la Guerrilla de los Campos yo hubiese encontrado la salvación en un sótano, y hubiese sobrevivido con velas, libros, algo de queso y leche, y el momento irónico y profundo, de las horas ausentes de ocasos de sangre, sobre campo, sierras sinuosas, empedradas, llena de hombres tendidos, así, dentro de la tierra, como lo hizo mi abuelo.
Martín Ruiz Guzmán, único hijo del Vasco Ruiz Guzmán y único capaz de hacerle un hoyo a la muerte, escribió con sangre de rata esa historia en un viejo cuero que heredó mi padre y que nunca me nombró. Una tarde lluviosa, lo encontré porque lo buscaba, porque en mi pequeña oreja de niño cayó aquel temblor de templo y en un susurro directo escondió esa historia en mí, al margen de todos.
Así logró sobrevivir. En un subsuelo defendió su idiosincrasia, hasta que se ahorcó casi viejo porque el Estado, los tamberos, después los hijos, pero no su conciencia, le recriminaron la incomprendida valentía, y el no haber adoptado la de las lanzas, piedras, y mosquetes ingleses, la valentía que diseminó el hambre y la peste, y sesgó el país bajo improntas ajenas, como las hay en cualquier sitio, y claro que abundan en un mundo de maravilla.
Es este sótano la parte más excitante de su cuerpo, pero la quiero porque supe por Pablo el del traje soberbio, mi amigo, que se presume que asesinó a un hombre con un arma blanca en la vereda de una peluquería, invento: tijeras, en París, y que se la vincula a la supuesta aparición de aquellos quinientos ejemplares. La noticia, está en Pablo, él lo supo en una reunión de trabajo y no podré seguir la pista más allá. Creí haberle escuchado también que era actriz, que tenía muchos menos años de los que aparentaba y que sus padres no eran franceses. De todas formas, tenía más datos que de mi mismo. No conocí a mi madre, y si he dado muerte a alguien lamento no saberlo. En cualquier vuelta mal dada pude haber desviado a un ciclista haciéndolo pedazos una camioneta. Una piedra a la nada pudo haber traspasado los pinos del Parque y haber desnucado a una anciana cualquiera; una escupida, un insulto, un mal humor pudo haber provocado, motivado el definitivo acto de auto eliminarse o eliminar a otro, y es posible, tan presente en la vida como cualquier roca, que una palabra, un pensamiento haya guiado a la voluntad del mundo hasta un rincón en donde un niño nacía con hambre, en donde otro moría con hambre, que uno sólo de mis egoísmos, incendiara un bosque desquebrajado y seco. No somos dios (por decir palabra conocida que represente la idea de lo absoluto) que es peor aún, somos humanos ocupándonos de él, creándolo sin un mínimo conocimiento de su arte, de su ciencia, de nuestro lugar de privilegio y la necesidad universal de que dejemos de andar a ciegas.
No sé de mi idioma, si es castellano o gallego, si uruguayo o rioplatense, arameo, guaraní o mandarín, si por lo menos, en la comunión íntima, es entendible; y mi edad… sólo la denunciaría el espejo que tengo y que no he enfrentado, jamás.
Permanecí confuso. No tuve claras muchas cosas que ni sabía que eran mías. Miedos, torpezas, amigos muertos, amigos olvidados, compañeros de escuela golpeadores, maestras psiquiátricas y monjas temerarias, algunas muy beatíficas y otras inquisidoras, horas de Biblia y calefón, de apariciones y mano propia, de resurrección y apatía; solitarios ensueños de líder jugando en una tarde en la playa...si hubiese tenido un hermano le hubiera compartido las naranjas robadas a Suárez. Le hubiese contado que sufro cuando me despierto en la noche invadido de terror por sonidos de puertas que se abren, y pasos suaves que vienen hacia mí como con intención de taparme y decirme buenas noches Francisco, buenas noches. Haré de cuenta que ella es una prima hermana y no me avergonzaré de sacarle la ropa violentamente y cometer incesto amoral, delicioso
IV
Por el aire

El amor lleva a hacer cosas desesperadas, pero la peor de todas es olvidarse de uno mismo, y creer que en ese desquiciado vuelo se encontrará, lo que se quiere, alucina. Sin duda el viaje será penoso. Confuso hasta del aire, se atravesarán cuadras en total ingravidad y eso, duele cuando el aire sobra, eso confunde, qué piso, qué me sostiene...nada, y por debajo un mundo seguro que no te toca. Se podrá llegar a ver rostros pero traslúcidos, porque uno sólo estarás viendo, de ojos casi amarillos, labios que no importan aunque son el fuego extendiéndose hasta el infinito de las comisuras abismales. Sólo se ve el pelo negro tajeando por momentos el lado izquierdo de la cara. Arriba, se puede llegar a ver el cielo que no estará lejano. Una esquina será un milagro, un cruce de autos, Boulevard, esquina la que va del zoológico…sos lógico…estás enamorado estás lo más estúpido que se puede. El miedo te pegará al cuerpo el espíritu, pero volverás a despegar cuando la puerta esté cerca, el cartel que anuncia horarios y promociones de alguna editorial luchando contra su propia ruina, Edipo rey buscando al culpable de la peste. E implorá, en ese momento no encontrarte, al final del pasillo esta nueva cara que el amor te puso enfrente. Se puede vomitar, retroceder y no volver jamás; no la ves, entonces desvías la mirada a una tapa por todos conocida. No está, no puede ser si estaba otro sábado, si estuvo un domingo, porqué no está, las mujeres siempre están los peores días de trabajo en la peor hora por el peor sueldo, no están un miércoles al mediodía en una florería, pero sí un sábado al morir la ciudad. Pero volviste a mirar y esta vez sí la observaste asomándose, como un sol demorado que a gran velocidad alcanza la altura, el vacío que lo suplanta y lo auxilia. Y sus ojos eran el tormento, y a la misma velocidad que el cuello había oscilado en ángulo para devolverle la cabeza al mundo, fuiste hasta el mostrador y pronunciaste lo de siempre, preguntaste por El Pozo, la primera edición, el ejemplar, sobre algo perdido.
-Usted fue mm el caballero… ¿Sabe que todos se han reído, de mí? Desaparecieron mm… No está en el país, por lo menos no está acá, y usted lo sabía ¿por qué vino aquí? ¡por qué estuvo aquí preguntando por ese libro?-. Yo fui porque me invadía su alma la mía.
Sus ojos crearon una atmósfera de invierno, la luz pasaba por el agua salada de un secreto y empañaba las sospechas en la que la habíamos encarcelado, y en el fondo de esta pecera de dudas y acusaciones, noté que buscaba en mí, la salvación o algo más perverso. Me acordé que Pablo nombró al pasar la palabra actriz junto a la otra, consecuente: frustrada. Su cara amargadísima guardaba un silencio más aprisionante que las pesadas ganas de su carne que me habían arrastrado hasta allí.
-No está en ningún lado. Y dicen que quizá no existe. Ni Diarios regionales ni extranjeros lo nombran... algunos lo vinculan a...Yo sin diarios no puedo… los raros me los trae un primo, los de Europa, marino mercante, de todo el mundo, a veces dos veces al año-. Su cara andaba como esperando a alguien-. Pronto vendrá por segunda vez. Dicen que desaparecieron sí, que está condenado a desaparecer, así fue con, en Alejandría, unas obras prehoméricos, hace poco leí que en Pompeya hallaron sus ausencias petrificadas je, dicen... Bueno igual gracias por buscarlo-.
-No está... No me haga trabajar en vano, no tome el pelo como dicen, entonces-. Me tomó del brazo, su fuerza era exquisita. Mis disculpas, por el mal entendido fueron desastrosas, su fuerza era real, sus dedos calientes. Me dejé arrastrar, creo que por sorpresa, la misma sorpresa que utilizaba mi padre, para castigarme bajo los sauces, con su mano pesada y vacía, para enseñarme sus mentiras.







V
Inimaginable

Mentira mi primo. Yo no sé nada de Alejandría más que, si hubiese sido en esta época, yo hubiera muerto dentro. Y Pompeya, pura poesía.
Imaginé un encuentro feliz con ella la noche del calor espantoso. Ella llegaba a la pensión, subíamos las escaleras, la puerta de arce. Sábanas inmediatas para que luego todo sea prosa. No imaginé toallas, para que luego todo sea húmedo, fresco. Su desnudez no disminuiría mi capacidad de atención, sí su acento. Tuve muchas dificultades, en mi mente surgía su rostro enfurecido y tierno como una ironía certera, los ojos de agobio de fantasma conciente, y sentía aún la fuerza de su mano apretándome la axila, sus resoplidos cercanos (estos me servirían para el coito ideal sobre un mí tendido y amado). No la podía hacer gozar por ningún medio, sólo hasta que no hube desmentido mis observaciones, hasta que no hablé de mi ignorancia sobre los ejemplares, hasta que no confesé que mi perversidad era patológica, que mi ansiedad supera límites ficcionales, y por otra parte, hasta que ella no defendió su enojo, su asesinato o inocencia cómplice, no hubo acercamiento de ningún tipo. Esto último, su confidencia, como correspondía ser exigido por mí no fue preciso, casi fue un paréntesis vacío para derivarnos de inmediato, en una serie de caricias y bostezos parsimoniosos, profilácticos casi.
No pude tampoco imaginármela en mi pieza, no entraba por la puerta. Ella golpeaba, yo abría, veía mi mano girando el picaporte, acercando el enorme bloque de madera hacia mí, y ella con dos buzos, el pelo suelto, pollera extraña, dos soles entre la niebla granizados de eclipses mínimos de polvo, da un paso y se desvanece, (casi me cuesta respirar darle movimiento a sus piernas) y se desvanece. Volví a obligarme la silueta, ahora de calzas, pelo mojado, sus ojos iguales con cordones brillantes atados a los míos. Pero se insustanciaba. En mi pieza no fue, y sabía porqué, tendría que explicarle lo de las paredes empapeladas de recortes, de cuerpos mutilados y accidentes, mi cara dibujada con pasteles, mi colchón entre los charcos de las goteras, la falta de luz y mi nula necesidad de ella. La falta de cuidado de los libros, pilas, amontonadas, en el baño, sobre la cisterna, dentro del único mueble, entre ropas irremendables, y fotos de niño feliz, y de adultos serios, fotos nada más. El espejo en la esquina dado vuelta, un abismo, un adoquín. No tenía porqué imaginar lo que no quería, lo que no puedo, estructurar respuestas no posibles, interpretarme en pleno uso de mi deseo, y en ninguna actividad de mi soledad quiero entender eso. Mejor, sí, mucho mejor fue, en su sótano, lleno de inusitadas alegrías, su olor como una cáscara en torno a nosotros, fundidos y a la espera, de un grito. Fui feliz la noche del calor horrible, después de llorar la ausencia de mi madre desde antes de que yo tuviera ni siquiera lágrimas.



















VI
Del otro lado

Existe un hombre en la vida de la francesa. Surgió del sótano, no me extrañó, ahí radican mis enemigos y amigos más infieles. Surgió su altura más o menos uruguaya, su edad resumida en sus arrugas, y el nostálgico plateado, de un pelo haragán, totalmente quieto. Subió serio, dejó una colección entera de libros sobre el mostrador, escribió algo en una nota, le acarició o apretó la mano sin que ella, mutara su mueca, y bajó lento y seguro. Quise determinar el nombre de la colección, la editorial de los libros que dejó el veterano allí en la mesa, me arrimé a la vidriera, crucé la calle, asumí los riesgos, ignorando que los fueran ciertamente. A un metro de mí, sólo asegurado tras el límite vidrioso, nacía la escalera y se sumergía en el sentido contrario de mis pies, seguro que doblaría en espiral o en ele bien abajo. A ella le veía el perfil a dos metros, sus nalgas ondulantes, la melena desmoronada sobre el brazo que sostenía la cabeza inclinada. Su cara repasando las inscripciones recientes. Yo he estado parado más cerca aún, a roces de ella... Si levantaba los ojos me hubiese visto; disimular hubiera sido el fin, si un golpe de sombra me hubiera delatado, si un estornudo la hubiese obligado a salir de su letargo de ángel, de aquel ensimismamiento único, que sólo he visto en mujeres engañadas, madres defraudadas o abuelos despreciados, al recuperarse me hubiese hallado, infeliz, ridículo, arrepentido. Rubio por el sol de afuera, mis manos rayadas, mi ropa deshecha, pero vivo en mi boca por ser ella el jugo que exprimía en mis horas siempre libres, siempre duras como barrotes. Se movió, observó algo a su derecha no a su izquierda donde estaba mi espanto, volteó después mirando hacia abajo y descendió la escalera. Sentí que le era invisible, más de lo que deseaba. Casi tragada de cuerpo entero, sólo cuando quedó como en un horizonte de madera, su nariz, su frente, la parte superior del cráneo, sus ojos miraron directo los míos y terminó su ocaso. Fueron segundos. No corrí, temblaba el pecho hasta el espanto. Siempre supo que yo andaba del otro lado.
Esperé a que volviera del sótano, de la noche, no surgió más. El hombre subió, apagó las luces, yo me alejé del vidrio, fue a la puerta y bajó las persianas metálicas. Aquellos ojos me duelen en la retina.

En tiempos en que se reunía mi familia paterna, uno de los últimos encuentros domingueros, escuché decir que la mujer, manda en el alma del hombre cuando, encuentra su billetera. Fue mi tío Marcos el ave (con adjetivo del epíteto pospuesto: de rapiña), el que se fue del país después de ser sacado a balazos por el marido de su novia.
Yo escuché todos los axiomas populares, los que los viajantes replicaban en el urbano de eterno recorrido sobre la impuntualidad, gordura y tosquedad del chofer, pero no de la muerte replicaba de espaldas el Zurdo González; o verdades sobre dios en la plaza pública, sobre la justicia, la ignorancia, el tiempo y las putas que no se cambian de ropa cuando llevan los botijas a la guardería; y la mugre de la cuadra y la calle de balasto llena de pozos por culpa de la intendencia comunista y si es balastro repetía desde su parsimonia el Quemao` Aguirre de mameluco impecable y escoba como trípode; la higuera de Mirtha Caseros me invade la parra, (lo mismo que hacen los hijos del almacenero con sus hijas), los pedazos de pensamientos que eternos nauseabundos, vomitaban en los bares, en la cantina del club eximidos de la vergüenza por el dicho popular, repugnante, de que ellos y Atilio, dicen la verdad... Así estamos diría el cantinero del Azabache: lleno de mentiras borrachas moldeando la suerte. Verdades plagadas de sus rencores, envidias y sueños frustrados que heredaron junto con la mediocridad. Cosas ajenas a veces, pero suyas con el tiempo, que acomodaron en sus vidas sin protestar.
Y en mi familia igual, yo escuché todas sus leyes las que presumían de ejercer a la perfección e inculcaban, las que los mayores soltaban mansamente en las sobremesas, después de tomar el vino y comer la comida que mi abuelo preparaba desde la nada, desde la tierra, con cuerpo cuarteado de años sin sueños y sol faulkneriano, brisa en cara mansa, mansa porque sabía que estaba vacía, que murió de vida y vivió de sombra. Aquel solitario, jamás los interrumpió, los dejó arruinarlo, y pagarle con juicios dignos de un décimo círculo. Sólo en mi oído de cosa que duerme, juega y pegunta, soltaba, confesaba sus utopías, y sólo ahí, en su falda huesuda, yo crecí libre, entre pájaros que cuentan y libros que viven solos e historias que se plagian. Pero se ahorcó, y la parodia, de aquel cuerpo flameando entre las lágrimas verdes del sauce, acunado con sumo cuidado por el viento, detonó entre la familia las peleas finales y afiliaciones impensadas, separaciones, culpabilidades y yo, frente a mi abuelo arrojé piedras, una tras otra, porque creí que eso querían todos, porque pensé que si no lo hacía, nadie, nunca más nadie me abrazaría.
A mí tío y su cobardía le tiro piedras ahora con mi desesperación; a mí tía y su melodramática beatitud sin bondad, digna de hogueras insaciables; a mi padre piedra y cuerda, indiferencia y burla, sarcasmo y calle. Mi calle, mi adolescencia, mis heridas en el amor. Pero a Martín Ruiz-Guzmán; un nombre y un apellido; mi vuelta al agua por él. La reconciliación parcial con mi sueño, lo único que he podido vislumbrar sano y palpitante entre mis ruinas, lo que no desheredé porque eso soy yo, más acá o más allá, eso soy yo.









































VII
Dormir es sano

-Dormir es sano-. Delira Atilio mientras merodea pasillos y rincones de la pensión, en medias y toalla, robando comida, creyendo que es libre. Dice dormir es sano y no duerme. Yo lo escucho balbucear desde la madrugada, se me hace que el que lo va a golpear esta noche es el matrimonio del patio, ellos no tienen miramientos para usar su silencio como arma precisa, para hacer sus cosas perfectas sin que haya un mínimo de sospecha. Si no son ellos los que le den el sueño al enfermo, tendré que vaciar el vaso una y tres veces, rápido y dormir mansamente en pedo, antes de que me corte una falange y riegue de sangre la sangre que en su rúbrica no endulza el paladar, ni espanta, de blanco y de negro a los lectores.
Si hubiese sabido que no habría soledad en esta noche, hubiera traído el manojo de hojas que en el basurero tiró la francesa. Hojas amarillas, libros sin tapas y tapas sin libros, revistas apolilladas, y diarios, diarios frescos; accidentes, su sonrisa alguna que otra vez, su llanto cien veces. Mató y escapó, robó, defendió la vida o su mala praxis, asesinó, su brazo es fuerte, su cara tiene predispuestos las estrías para el odio. Su altura es poca pero la acompasa con su peso. Fue la sorpresa su coartada, conmigo fue exacta, con su víctima, capaz. Yo no esperé su contestación. Sabía que no la habría exacta, esperaba de todas formas la continuación de la farsa, quizá no tan sospechosamente ingenua. Y ya no hay nada que hacer.
-Dormir es sano-. Suenan los pies pesados de Atilio, es feliz en su oscuro dominio de la realidad. Algo arrastra tras de sí, seguro ató la almohada a la bufanda. Sólo somos noticias encolumnadas. Si es que en un golpe de suerte se nos instala un buen subtítulo en la frente, podremos ser felices, por eternidades, fuera de este diario presumir de decencia y sensatez. No me esfuerzo, todo intento de modificarme es vano, no se puede salir del mundo cuando es el mundo el misterio, la entrada y la salida. Soy un personaje y estoy en algún diario, o periódico amontonamiento de nombres y fechas.
Este secuestro fue en marzo, la raptaron equivocadamente, sus ojos celestes y su uniforme gris confundieron a los secuestradores, quienes para compensar su falta aún, la siguen devolviendo.

¿Duerme el lector de mi vida, cierra los ojos a veces? Es conveniente, siempre y cuando no sean sus pestañeos los responsables, de lo oscuro de acá dentro.

No sé si podré soportar otra noche tan larga. Soy capaz de…no sé que capacidad puedo tener, si apenas diferencio un loco de mi mismo. Quiero decir: la amo y me sale me fascina, quiero pensar que soy libre y me castiga el pasado, me seduce lo sucio. Soy capaz de ir ahora, ya, hasta las ventanas, hasta la esquina, inventar una calle desierta, levantar una reja liviana, romper un vidrio gaseoso y entrar y encontrar las sospechas abiertas, ofreciéndose en todas direcciones. No sé si un razonamiento juicioso me levantará de esta cama desdeñable, me hará arrojar los incontables recortes y salir rumbo a una vigilia inventada, de alcohol, delirio y cordura.













VIII
Odiar es Fácil

Odiar es muy fácil, más fácil que olvidar, que no corresponder. Se puede abrir los ojos y odiar. Despertar a cualquier hora, pueden ser las once, la una, en plena madrugada y con una oscuridad muriente, reconocer las blancas formas recortadas forrando el cuarto. Dejar la vista en un rostro sobresaliente, perdido entre caracteres, subtítulos y negro de tinta, sobre lo que fue color antes que fotografía.
Seguro que el odio es la primera forma del amor. Y el odio da los motivos para el acercamiento. Incriminándole al mundo mis faltas puedo llegar a dios en un silencio, y juzgarle su creación, darle un listado minucioso de las veces que falló, cerca de mí, de las fallas que muy cerca mío reconozco, que parecen sólo mías, pero las posee el resto, las ofrece el resto: mi padre y sus métodos de afecto, esta pensión generosa que me paga creyéndose mi héroe. Hay héroes pero sólo existen un momento en el momento presente, y evitan en las esquinas robos y asesinatos, pero no habita ser extraordinario en el planeta, en el barrio, que remedie el pasado. Atilio y su enajenación envidiable; su eminente muerte inllorable y desamada; la francesa, cuantos motivos para un odio emponzoñado y persistente ofrenda. Si la tercera vez, me evita la golpearé y quizá, la bese. Se me ocurre que me odia tanto como yo. No me ignora, sé que vivimos ese algo que escapa a nuestras pequeñas voluntades, que ella sintió penetrante mi presencia a su espalada, casi levantándole la piel, la blusa clara, a mis pies. Le mordí el cuello, le apuñalé la sombra, e in fraganti y travieso el futuro ardió en silencio, cuando, en su boca, dormí y ella, no lo evitó tapándosela o haciéndola hablar para distraerme y obligarme a levantar mi cabeza. Hubo ese algo que tanto odiamos, que nos hace débiles, y uno se siente como en los sueños donde en medio de una multitud conocida quedamos desnudos, y mataríamos a todos antes de que alguien nos viera. La iré a ver y en pleno odio, escuchará la verdad, las cosas oirá, que mi boca pueda decir, antes de naufragar en el mar de obsesiones, como siempre me pasa al tratar de hablar y conjugar el caos a la velocidad de la vida, desde el ahorcado, desde que hablar se me volvió insostenible.
Encontré entre los libros que ya no leo, algunas de las cartas que escribió mi madre a mi padre. Encontré, o sea unas cartas de odio, de despedida. Sabía que yo las había dejado entre libros de contaduría. Nunca las había leído, y no lo traté de hacer entonces. Las revisé hasta que el humo me ganó los ojos, y me robó los párrafos finales. Quemé las que encontré; el aire siempre es más comprensible que los hombres. Sectas y grupos espirituales defienden que el fuego tiene, además del olvidado (parece) poder del incendio, un poder transmutador. Le sanaría, pensé, los pensamientos que escritos no me nombraban, los que hablaban de su hastío infinito junto al fogón que recuerdo había en la semejante cocina, una estufa de piedra tan alta como un niño sin edad parado y recién salido del baño...Fuego con fuego… Tal vez le serviría la lluvia, el océano, el agua inmunda del mingitorio común, más que esta estufa tragadora, pero por ahora el fuego es lo único puro que nos queda.
Mientras pierda yo su alegre letra y triste contenido, ganaría ella, la paz eterna que en la vieja casona, de puertas enormes que la sofocaron, de techos de madera pesados, aplastantes a miles de suspiros de ella, le era inalcanzable. Pero me encontré sin desearlo encontré mi nombre escrito con letras rojas descoloridas. Encontré mis letras: F grande, soberbia y la r a sus pies, árbol cortado; la a su rostro borrado, la n, una hola preciosa, la c el eslabón que rompió al marcharse y liberó mi soledad. Mi abuelo, la cabeza separada del cuerpo la i…La s, nariz que debo haber heredado, prominente no sé. Y deseo creer otro eslabón que se fracturó, y que habilitó la corrida libre de un tropel de encuentros, y mi o, la o de asombro que me robó el odio y que rellenó, su ausencia.






IX
Hecho llanto

Con la cabeza despeinada, y sin mis lentes, crucé la avenida principal, sus cuatro carriles en plena euforia, pisé los charcos con mis zapatos ordinarios, mi buzo de lana pesaba, me tiraba el cuerpo abajo. Doblé y continué por los altibajos de la ciudad. Rocé unos arbustos con mi cuerpo, estiré los brazos y las manos para frotar los dedos contra las rejas, sabía que todavía me quedaba atravesar las oficinas y las gentes fumando afuera, las funcionarias de limpieza que en esta hora están en algún pórtico desierto recogiendo sus viandas con cucharas, y chupando sus botellas negras, hoy, ensordecidas por la tremenda lluvia estival. Pasé por la vereda de enfrente, el día era de perros, el cielo de cobre, el viento me moja en oleadas heladas la cara. Mi buzo hecho llanto y sin lentes. Después de la segunda ida a la librería me llamó. A pesar de lo pesares, me llamó:
-Hola, sería importante que mm, usted, vinieras...Dejó su número para que le comuniquemos cualquier novedad sobre aquella edición de El Pozo; tenemos noticias- La noticia de que estaba entrando en una carroña, en un ambiente de aire agriado, habrá dolor seguro. Sin duda hice lo que mejor sé hacer: daño. Un día vas a matar a uno sin querer… ¿Quién fue? ¿Mi padre? ¿Yo? ¿Nadie?
Hallé la forma de que ni siquiera presintiera mi mirada arriba de ella, me quedé semirígido afuera, oculto como un delincuente que intenta revertir un daño que por suerte no ha cometido. A pesar de la lluvia, en la librería había una pareja. Giraba en torno a las ofertas, no sé, media hora, una hora quizá no tanto, tanto revolver para llevarse porquerías, tal vez algo del siglo de oro, o de narrativa peruana, tal vez la perseverancia les haya obsequiado algo del Boom, Albert Camus, James Joyce pero jamás El Libro de Arena, Hojas de Hierba, quizá Azul, como el nombre de la librería, y con el mejor de los duendes algo de Lorca. Un médico entró con su maletín histriónico bajo el brazo, apenas movió sus labios creí ver. En el mismo instante percibí otra existencia en una zona mínima de la librería. Me parece que aquella era la tapa de la mujer fruncida y la flor, se llevaban a Darío, que afrancesada coincidencia. El veterano había aparecido, era el mismo que le había escrito, que le había puesto la mano encima, apareció desde un lugar incierto, no reconocí puerta ni ventana. Ordenaba, retiraba, vigilaba al médico, abría, leía, asentía o negaba en diagonal a las hojas, y devolvía a sus estantes con la paz inventada de un demiurgo involuntario. El médico se secó la frente, miró a la francesa con bisturís en los ojos, y luego al veterano que estaba con las manos cruzadas atrás y estático en dirección al mostrador, sentí muy claro que aquello era violencia. Firmó un papel que ella extrajo de un mueble bajo. Guardó el paquete rojo dado en su bolso, y al darse la vuelta el veterano ya no estaba, no estaba. Ya fuera, casi se choca conmigo, pensé que me extirparía la sombra si no le abría paso, aunque lo tenía de sobra, hacia el Mercedez. Y busqué en mi bolsillo el último recorte de la noche, y casi deshecha por el agua, permanecía luminosa: su tercer ojo hindú, un niño muerto en sus brazos, y la lágrima de magma que le tajeaba la cara. A penas salió la pareja protegida por un paraguas gris oscuro, entré vociferando…













X
Razones de peso

Salí temprano, como nunca. Sin rumbo hacia donde las casas empiezan a saltearse, y a multiplicarse los baldíos, cuando la ruta catorce se hace de tierra greda, y más allá los árboles se abren al cielo aprovechando el espacio. Allá donde el horizonte es una mujer de pasto tendida en el fondo del día, pero también más acá, al final del viaje en el tope de mi fuerza, bien pegado a mis rodillas desechas, mis tobillos apuñalados, a mi pasado. Fui a las carneadas familiares, cuando los perros y las gallinas, los gatos y los hombres eran amigos porque comían todos de sobra. Sobre el Paso de los Barrios, de la calle negra a diez mil metros, centro-oeste a Villa Teresa. Allí y como con un fulminante sol que se me pegó en los ojos, comencé a despertar una vieja sensación de dicha, dura, como era la memoria infantil conmigo, que la procedo, que le hago la vista gorda, la mano blanda.
Salí fingiendo que no aguantaba sobre mí su cara insoportable, y llegué a costas que no buscaba. Mientras llenaba los ojos con el escándalo de pájaros e iba incorporando toda una vida hecha desde siempre, impoluta, sacerdotal, de colores indescriptibles, desemboqué en fórmulas y en irrevocables conocimientos que no existían y contradecían la gravedad y el comienzo y el ADN. Parece que la razón humana nació para no ser usada, y en el impulso deseado, incontenible de renuncia, se ponen en juego las grandes definiciones del universo, por vías pequeñas y simples, como el olvido de uno mismo, o la entrega al dolor.
El cuerpo me llamó con un temblor en los huesos, levanté la vista para darme cuenta que estaba, en pleno amanecer en la casa de campo del Aserradero Romi Soulex, antigua estancia del Vasco Guzmán Ruiz, que fue despilfarrada por mí tío, Marcos el Ave de Rapiña lo apodó mi padre, que luego de volver de su exilio, y en un arrebato de solidaridad para con su familia, invirtió sin consultar lo que no era suyo sólo y perdió todo y volvió a extraditarse en Brasil.
Si hubiese querido llegar en estado pleno de sobriedad, y completamente decidido a abandonar por lo menos, unos días aquella, mi habitación de pensión, con total seguridad afirmo que hubiese perdido el deseo al llegar a la escuela, o me hubiera desviado para perderme en la noche, o dormirme en la vereda de la librería Azul.
Pero llegué, como un mes, como una enfermedad. No estaba el portón de costaneros, en su lugar dos columnas de piedra y un enrejado negro con candado. Estaban los álamos resecos, profundos, se oía la batería del pastor como un reloj con bronca dando rítmicamente su voltaje infértil, no mata y ya no hay animal que lo roce con su hocico, sólo una vieja baca negra, que conoce el peligro y ya nada le espanta.
Crucé obligado por el rumor de un tractor que se aproximaba desde arriba. Salté el portón, me escondí en una mata silvestre. Fue el segundo acto feliz, el pasado le iba ganando terreno a las eternas nubes sigilosas del presente. Caminando sumergido en cantos de pájaros, rezongos de teros, gallos, tuve cuidado de no distraer mis oídos para llevarlos a la estancia, o más al fondo, a dónde estaba el tambo, la quesería, dentro, el catre de resortes con colchón de lana, donde pasó mi abuelo mayor parte de su tiempo triste, donde fumaba en chala mientras se perdían las horas entre los maizales, donde dormía, donde yo dormí alguna vez luego de cenar papas a las brasas en la cocina a leña, también única fuente de luz, máquina de fascinantes figuras de sombras. Y sólo sentí la munición en el hombro y entendí el estruendo y luego el dolor de cabeza aplastante.










XI
Antonio

-Tuvo suerte mijo que no me hayan despedido después del incendio. Que suerte de Dio que lo haya reconocido-. Su voz rastrera, subterránea, de la que no podía extraer una cara precisa, porque veía nublado, y era noche oscura, me produjo una sensación de entrega olvidada, otro olvido que recordaba. Pero moría, el corazón ardía y el brazo izquierdo era de hielo ártico que se me ocurrió el más frío del mundo.
-E` igualito a Don Martín…descanse, descanse y no me odie. La plomada no entra hondo, es más feo el chicotazo, que la herida-.
Es más feo el chicotazo que la herida dijo mi boca reseca y pronta a soplarme y perderme.
Abrí los ojos y estaba sólo, aunque un perro ladraba desaforado muy cerca. No reconocí de inmediato la pieza, no sabía como conocía mi apellido ni mi cara. Pude distinguir vagamente el marco de la ventana, el espejo oval del ropero, pero el ropero no, no le presté la atención que requería, o estaba lustrado. Pude ver los retazos de tela después de sentirlos rajándome el hombro. Sentía la cara húmeda. El espejo me mostró los restos de llanto que la noche me ungió. La barba, no la quería, el tórax desnudo estaba más hundido que el que mi recuerdo me cuenta y mis piernas a penas me permitían estar de pie. Debí haber perdido los lentes en la caída, igual quería prescindir de ellos, no sé quería tener un descanso de piedra o de lana me dijo un Neruda tibio.
Me acordé de mi Pablo, me había prometido acercarme, hoy en la mañana, los diarios viejos que se apilan intactos en los escritorios municipales, lo estaba viendo seguido últimamente. Y me obligué a involucrarme con él por otro lazo menos egoísta, en uno que acreditara su compromiso conmigo y mi costumbre de llamarlo amigo. Debería serme posible recordar a alguien por el simple hecho de recordarlo, de querer tocarlo, debía respetar la amistad por ser eso simplemente, me di cuenta que todos mis vínculos están sucios de intereses simples o no, pero que eclipsan la sencillez de cualquier encuentro. Debía sentirlo, útil o inútil en la mente, en los mecanismos de esta, no importa, en ese tan hablado interior que debe ser como un sótano inexplorado en el cuerpo, cuerpo intangible, cimiento de la sangre. Pero se me venían imágenes que no le correspondían, porque la idea de un sótano interior, me llevó al sótano de la francesa y al sótano en donde debería estar mi abuelo, leyendo, con una vela inacabable en la que reside el abstracto cielo del cuento que lee. Reconocí la puerta volcada siestas próximas, todas las realidades se me amontonaron en la mano al cinchar la manija herrumbrada. Dentro y sentado donde siempre creí que estuvo él, traté de lograr un llanto de niño, ensayé algunas veces, apretando el diafragma, aguantando el aire todo lo que pude, apenas alcancé un odio frágil y escurridizo. No volqué nada puro, nuevamente le lanzaba piedras por miedo, lo estaba alejando. Dejé la puerta como estaba, y caminé un poco entre los trasparentes tratando de ponerme aquella sombra verde encima.
Ahora sí reconocía la pieza, era la luz, habían cerrado la puerta que daba a la huerta, dejando sólo la que comunica con la cocina, o sea que la única puerta hacia afuera era la que estaba al lado de la mesada. Me entristecieron las hormigas negras, y el olor a perro y cuero que provenía del sillón.
-Ah ya está fuerte mijo. Si su abuelo lo viera…-. No sabía qué creer al ver aquella cosa longeva, el ojo de vidrio mirando fijo el infinito, y el otro cubierto de agua, esa gelatina transparente, jugo de historias que les crece a los viejos hasta que se hunden en ese íntimo mundo y mueren en el pasado, dejando el cuerpo ante nosotros; que en una silla de madera y mimbre me hablaba quitándose las botas con mierda y barro, aquella espalda diminuta de niño raquítico, pero que era de puro alcohol calculé. No supe. Estaba tan profundamente confundido, inmerso en el odio infranqueable que me habita, pero, a su vez, lisiado del placer de dañarlo por su buen trato y forma familiar de hablarme, extrañamente era su voz el aliciente que no creía digno de merecer.
-Mire, usted sin duda me conoce y… ¡tendría que estrangularlo viejo de mierda¡ pero…no se da cuenta de que pude haber muerto…
-Aaah... ¡Callate gorrión que si te morías salía ganando! Menos problemas pa` mí, más confianza del patrón en su sereno. Vení, vení sentate, y tapate-. Y con su cabeza forrada de un gris pajoso me señaló un tronco cortado, y arriba un cuero de oveja.
Decidí hacer silencio, el dolor, el lugar, la caminata de veinte y tantos kilómetros y un disparo. Yo un cobarde, una astilla de aquel héroe, esta nueva manía de enfrentar mis cosas importantes, con cero resolución de la conciencia, quién la guiaba era el misterio, el miedo iba poblando mis gradas interiores.
Él viejo, colocando troncos diminutos para crear un fuego nuevo hundió la mano libre en la camisa y estirándola me alcanzó los lentes.
-Veinticuatro horas de viaje, desde Artigas ¡Artigas eh! hasta la capital, veinticuatro horas en tren. Ya no hay voluntá` no hay... Con un bolso eh... el pantalón, la hacha, otro par de alpargatas y ta`; veinticuatro horas pa` ver la vieja y llevarle hilo y mil pesos, un dineral en aquella época... Antonio pa` acá Antonio pa` allá, y Antonio iba.
Antonio…cierto.








































XII
Todos los nombres, el Nombre

Mi historia está inconclusa. Mis nombres me juegan una trampa en la que el resultado es la captura de otro, yo soy el señuelo, la víctima, la casualidad.
Antonio: el que siempre fue viejo, y nunca usó parche en el ojo ortopédico, el que mi abuelo nombraba tanto, el tropero, el único del norte, su amigo, el que recorría los cerros, conocía los talas, los ceibos, las cañaditas más intersticias de la tierra y a su vez, los secretos más roñosos de los hombres, no de su patrón, de sus hijos: el Rapíñero, el Jefe (mi padre y su desenfrenada virtuosidad para la hipocresía) y los de los botijas, aunque secretos de ángeles, dañinos e irreparables.
Pablo: dispuesto al exceso en un cambio de medias, más gracioso que honesto pero más angurriento que depositario de los símbolos de la simpatía. Ambicioso pero poeta, eso le tiene a raya su hibris, le separa la plomada de su línea idealista, hace que lo necesite cerca, por los diarios, por sus cosas extrañas traídas de los pelos a la conversación, porque un día me conoció de la peor forma y me ve a la cara aún, como si me entendiese desde el dios que ya no busca en el caos de su alma. El contradictorio, el claroscuro, mi amigo y punto.
Jeanne, ô la reine des grâces, la que me dio su nombre, una vez y para siempre, su nombre y con él las moscas de su chrarogne, los olores, más que olores suplicios de mi deseo. La que en la tarde que llovía me dijo su nombre, todo eso me dijo, la que al nombrarse se mutiló los años, las alas, y no voló más en mi soledad porque todo cayó en su red de letras. Me costará llamarla por el nombre, porque siempre que lo haga querré decir más que eso, es más lo que no quiero recibir cuando la invoque son sus signos, decimos los nombres por falta de otro código que apele más certeramente a eso, que habita inmensidades de lenguajes en los ojos. No quiero escuchar jamás escucharme pronunciar Jeanne. Pero lo haré. En mi mente aparecerá en el preciso instante, en que mi boca arrastre la jota y después de que la lengua se aplaste en el paladar superior, y largue una e al caer muerta sur un lit semé de cailloux.
Mi madre se llamó desde su ausencia, Ausencia. Fue enigma, el enigma que ofreció un castigo antes que oportunidad de disuadirlo u oscurecerlo. Me flagelaba, en el campo, llamándola como a los perros: Puqui, Paty, Bicho, Bicho fuera ¡Bicho! Y yo corría. Y corrían tras de mí los caninos de la finca persiguiéndome entre los limoneros, mientras yo rastreaba una nada delante de mí, más veloz que cualquier pensamiento, mi madre, Ausencia… Me trepaba a los techos por ladrillos de adobe maltrechos por las lluvias; trepaba el cielo con mis manos, y mi vista no se detenía en nada, se hundía en un firmamento profundo de celestes inventados y nubes sólidas, mi madre, Ausencia…y se revolcaban de lomo por mis golpes con una vara de mimbre recién pelada, y se volaban las bandadas de loras por las piedras en sus nidos, se desparramaban las hormigas porque yo el invasor, el innombrable, tapé las puertas del infierno. Mi madre, Ausencia, se fue porque yo lloraba (y obviamente, entendí después) porque mi padre era una basura, no porque tuviera a las hermanas Medina, la madre y la tía de Pablo de amantes, sino porque le dejó a cargo el matrimonio, como si fuera un predio en el que la tierra inventa brotes, sin recibir el placer de los dedos hundiendo las semillas.

Jeanne me alcanzó una manta. Yo parado frente al mostrador, había empezado a hablar citándome, unas ideas con métrica octosílaba, que no encajaban en nada aún en el conjunto de versos que la acompañaban. Temblaba de frío y de miedo, esa noche tuve miedo de morir, de que me asesinaran, mi vida fue valiosa, era mi esperanza, mi cuerpo y su permanencia en el mundo, nada más. El hombre de la izquierda no había hablado nada en castellano, y si hablaba en francés tampoco lo supe. Ella bajó al sótano y subió rápidamente con una manta floreada, él la atajó en el recorrido hacia mí, y le advirtió algo en secreto. Aún en mi temblor presté atención a ese hecho de sobre manera, temía una conspiración, aunque simple, otro empujón a la calle tal vez, pero hecho hostil definitivo, que me separara de lo que no podía seguir siendo absurdo, irreal: mi destino.
-Estás loco loco. Te traigo una manta, sentate, siéntate ahí. Tu torpeza, es ser impaciente-. Se me ocurrió hablarle de Pablo y de las veces que fue a mi casa en mañanas que no fueron sino oscuridades que les robé al día, continuidades de noches alucinadas. Esperaba con terror el comienzo de la charla sobre el ejemplar. Me escuchó y me alcanzó una bebida blanca, un océano lechoso en un vaso demasiado grande.
-Tómalo todo o no lo tomes. Mm otro hecho, no toques libros con las mangas empapadas, m mejor, no toques libros, a... mi amigo no le gusta, ¡a mi tampoco no!-.
El trago era más fuerte que cualquier mal alcohol que haya probado en la frontera. Tomé y las palabras que usé de ahí en más, yo las seleccionaba. Mis lágrimas no asustaron al extranjero que había vuelto a su pasatiempo entre las góndolas.
La francesa uso sus ojos como abrazo desde su distancia, y llenándola entera en mi mente, de los actos recientes que hizo por mí, me conmovió de tal forma que el miedo y el estómago parecieron diluírseme. El veterano me propuso bajar, estiró su mano en dirección a la escalera. Me ayudó a levantarme, lo precisaba, no sé como lo supo. Ella ya estaba abajo, el extranjero nos sujetaba a mí con su derecha y por la axila, y a unos libros entre su izquierda y su tórax.
Yo estaba confiado en que el mundo de sueños que el sótano representaba se abriría de una vez, de que por fin mis palabras serían mías, tras ese elixir barato (seguro) e invaluable que me habría quemado los hijos idiotas, las brujas y séptimos hijos varones, en una hoguera de lucidez y sintaxis refulgentes. Si hubiera sabido lo que no había en el sótano, no hubiese aceptado; tampoco quise aceptar su nombre, no se lo pedí, me lo pegó en la cara mientras doblaba a un metro del piso, mientras atisbé el horror inconsolable de las cuatro paredes semidesnudas, mientras las quimeras comenzaban a podrirse en mis ensueños. Sin remedio, o con cierta jactancia, acepté la sentencia final que mi nueva inteligencia recogió de algún pozo ignorado, hasta ese momento:
- j`ai gardé la forme et l`essence divine/ de mes amours décomposés!-. Vi sus miradas de barco cruzar lejos de mi costa pero no entendía qué cargaban, de que puerto a qué puerto iban ni qué luz secreta habré lanzado a los centinelas, comenzando el Apocalipsis al hablar así.
-Baudelaire-. Disimuló Jeanne arrellanándose en un gran almohadón, entre un humo espeso, penumbras, y nombres con significados hondísimos.


























XIII
Una sola tristeza

Escuchen, escuchen, escuchen, violines y bandoneones, las sombras de mi cuarto, hijas de cirios robados. Escuchen la voracidad del mundo en la avenida, y la música, escuchen, de mi ruina. Escuchen mi muerte aquí delante de este espejo roñoso, sediento de luz, el único que transita los espacios de mi pieza. Son muchos y no es ninguno, los ojos y los oídos que habitan en la estructura grisácea que es y será mi espejo. Escúchenme llorando, multitudes en un cuerpo, escuchen mi llanto rebotando en las paredes, ahogando todo en su desesperación por no hundirse en lo negro que me inunda, reventándose por dentro porque es pájaro aterrado que buscando comida, se enjauló en el cuarto. Estoy llorando. Ahora, es ahora. ¿Cuándo es mañana?, puede ser cuando quieran, háganme llorar, haceme llorar espejo, me hiciste llorar abuelo, un miércoles a la tarde el miércoles en que al oído plantaste tu hazaña, y entonces, en tu falda descubrí tu mundo hecho de luces y ventanas. Te imaginé encerrado en el sótano de dios, chapoteando tus pies en un aceite brillante, y sobre tu cabeza, en cima de tu escudo de madera y tierra, caballos flacos muriendo sin miedo, nubes girando en espiral sobre los muertos y sus banderas deshechas, y charcos de sangre, relámpagos de pólvora y gritos secos, una gota roja que hundiéndose entre las fisuras de tu albergue sin altura, era manantial de gaviotas libres y en los rincones se habría el cielo como un remiendo del espacio. Y vos girando páginas de seda, llevando tu imaginación a los abismos luminosos del dolor por la especie y su desenfreno, suplicándole a los sueños que salven algo de tu raza, inmolándote en silencio, disparando tu anhelo dorado, con paciencia de Dios que ve a sus hijos fornicar en su cama propia. Leyendo libros que eran niños; yo sobre tu falda…
Quiero vivir, quiero vivir espejo, quiero la vida. Un verano con olor a orilla, aguas fangosas agitándose discretamente, cañas de pescar y mi madre por fin, por fin el pronombre mía abrazado al universo Madre.
Ay ay ay dijiste horas antes y te escuché en susurros guarde para cuando no hay. Y después te mataste, tus lentes entre bostas y brotes de alfalfa buena. Quiero un vivir sencillo, un verbo conjugándose de apoco, haragán, hasta cobarde, que no intente saltar ripios escandalosos, que le tenga miedo a la ciencia, y se acobarde de la biología. Esa vida que es y punto, que inicia temprano con un beso de buenos días, una urgencia menor, una mañana de idas y venidas y un mediodía ondulante, que cae como cometa sin viento suavemente en las manos del niño.
Espejo…huéleme, tengo el horizonte para ofrecerte entre las manos.
Mi llanto no me alivia, aún por dentro siento el cabezazo atropellarme, el aplastante golpe de un toro, una criatura de piedra, no sé, la pena y todas sus concreciones.
Espejo la imagen de la cometa me interesa, por eso el horizonte; en el campo se habría la tarde y mi cometa era un suspiro. Esa tarde no hubo cometas, pero hubo hilos que se enredaron para siempre, y hoy huelen muy áspero. No me dejes decir quiénes huelen igual.
¿Cuándo es hoy? ¿Antes o ayer de lo de Antonio? ¿Ya conocí a la extraña Jeanne y su desilusionante subsuelo? ¿Ya lloré o estoy llorando? ¿Hoy es cuando sentí la munición, el sonido seco de una descarga precisa y las incontables molestias en mi hombro, el cuello y parte de la mejilla? No, eso no ha sido estoy sano, el dolor no es desde afuera. No me voy a tocar. No me lo exijas, ¿acaso esa figura, tu única forma de la vida puede obligarme a tocarme? Demasiado la humillación de saber que lloro frente a mi mismo, el llanto más triste, no por la soledad, sino por mi propia compañía. Estoy siendo yo frente a mi mismo, estoy llorando y viéndome llorar. No he podido dejar de ver mis ojos desprender agua. La música se acabó hace minutos, y no me he traicionado, he preferido el silencio interior (mi cuarto no gime pero el mundo afuera es un velorio) antes que despegar los cuatro ojos, que no son más que una sola tristeza.
¿Hablo, escribo, pienso? Sin duda el espejo es de vidrio, no tiene más vida de la que le confiero. Aunque es la parte más infiel de mi historia, infiel a dios, alberga profundidades y llanuras que no tiene, le es infiel a todos, nos invita, nos refriega en la cara quienes somos por fuera, que es el peor de los secretos que alguien le puede decir a otro, pero no es nadie. A veces creo que el mundo es de palabras, no sé es una sensación que nadie ha podido (más que el espejo inmundo que no es nadie y sabe todo de todos) contradecirme.
No estoy llorando, no. Un reflejo ya mío para siempre se abrocha la camisa, busca unos lentes sobre una parva de libros algo lejos, se detiene un segundo para entender qué hueco nuevo en su pecho no aparece en el vidrio, pero es tan real como el cinto intachable que le regaló la francesa, junto con el vaquero que sostiene. Y un suspiro como una cometa que un viento huérfano, sin duda, le robara a un niño, sale de mi alma y se aleja llevando la tristeza, cosa inmedible, y un chico algo miope festeja la comunión saltando descalzo… Hay un niño saltando en praderas, que relucen con un nuevo sol en el ocaso.













































XIV
Un lenguaje inteligible

Ahí estábamos, que escena más increíble. Yo hubiese preferido un aparato digital, pero ella pareciendo querer construir un universo para el olvido, tratando de alejar a los ojos fieles de la razón, dándole fuerza a las inverosimilitudes y no a los hechos acordes a la carne, destapó muy cerca de mí, una vitrola, que fue armando en pleno trance y con calma deliciosa.
No habíamos vuelto a retomar la conversación. Hace horas andaba entre nosotros una sensación de que los verbos habrían cobrado un valor creador sin igual y usarlos porque sí, era profano. También surgían por doquier ideas muy poéticas, creí con certeza que cuando volviéramos a hablar, no sé en que idioma habría de ser, si en el único que puedo, o tendría que aletear en el espacio de un lenguaje inteligible, hecho de aforismos o tautologías o gestos desorbitados; o si mis manos serían mi lengua y andarían dentro de esta cavidad en penumbras, dándole coherencia al aliento irreal que nos mantenía inmóviles, a mí, aún con lluvia en el cuerpo en una cama con mantas de lana, a ella, colocando ya un vinilo pequeño, de una sola canción, francesa, aunque no tan obvio esperado, con sus tobillos, todas sus piernas al alcance de mi mano; y el viejo silencioso o señor reticente, releyendo unos libros, sentado en el respaldo del único sillón del sótano. Igual tenía confianza en que todo en mí sería preciso, una nueva fe en mi mismo (más que fe ceguera) me mantenía muy lejos del ridículo. Podríamos comenzar a hablar en sánscrito, que yo tendría la última palabra.
El vaivén temblequeante de las melodías, el retroceso de su figura hacia el enorme almohadón negro y sus ojos en mí, el beso del hombre en la frente de Jeanne, su leve temblor como de perro golpeado (extraño) y su desaparición por las escaleras y después, el sonido de los interruptores y la nueva oscuridad allá arriba, el golpe en el piso del enrejado y nada más. Si bailamos, (yo sin nada que me cubra el torso y un pantalón y cinto nuevos, recién puestos por ella misma sin falsedades, tiernamente y segura) si después bailamos o antes, o nada hubo que marcara tiempos en el tiempo, no lo recuerdo en absoluto. Si bebí otro vaso espeso de aquel líquido tampoco, ya tendría que haber previsto la posibilidad de la derrota, las consecuencias de lograr cosas tan fáciles, una gran lucidez conlleva una miserable caída sentencia que no asomó hasta pasadas las zarzamoras, los juncos y los espinos del sexo.
El recuerdo de sus ojos fue lo último. Tiene que haber habido amor, seguro el cuerpo de ella se abalanzó sobre mí y yo la contuve.
Yo desperté temprano en la mañana, de un sueño intranquilo, algo tonto, una tribuna enfrente de una pared, yo y caras del Club Azabache allá en el barrio Mondongo, gritos de cosas pastosas al muro, insultos y carcajadas. Desperté riéndome, Riéndome y sólo. Entonces vi unas pequeñas ventanas en donde piernas iban y venían, pantorrillas peladas, pantalones y túnicas. Me acerqué a una de ellas y noté que podía llegar a ver el rostro de alguien que estuviese parado más de un minuto en la vidriera, más de diez minutos, una hora, todo el día.
Idiota sin remedio, afuera, ahí abajo, nunca vi ventanas. Si sólo la veía a ella y su parsimoniosa forma de hablarles a los clientes, su manera educada de peinar los libros, de golpetear las manos en su escritorio mirando el techo o el piso y susurrando su cancioncilla. La veía perderse en el sótano y yo entonces sería el observado, mi ajetreado ropaje y las lágrimas esporádicas, mi manía de limpiar los lentes y los ojos con el meñique. Si estuvo espiándome, las veces más secretas de mi hombría, la vergüenza tendrá que serme atroz.
Entonces su mano tocó mi espalda y como un diluvio se me vino la noche a la memoria. Giré y estaba el rostro más vivo de mis últimos meses. Pensé en los giros de mi historia y en los mundos que renuncio al darme vuelta. Sus manos cubrieron mi cara, Jeanne manejó su boca e hizo una sonrisa complacida, yo le besé la frente y creí poner mi bandera, en un planeta reconquistado.





XV
Engaño hermoso

Mientras siguieran mis farsas obtendría su farsa, como regalo impuro para las manos y la boca, para calmar ciertas cosas insaciables.
Las farsas fueron por ella en ambos sentidos. Con reticencias y escamoteos me pidió, el día que su sótano fue mi casa definitivamente, y como sellando un pacto acéfalo, aquella representación. Sus ojos no eran los mismos que yo había conocido. Me dio pocas pautas, en la mañana lo supe. Me sorprendió que nombrara en castellano la frase engaño hermoso. No quise comprenderlo y todo el día di vueltas por fuera del engaño hermoso que tendría que llevar a cabo. Y justo cuando me convencía de que lo había evadido por un lateral, me hundía en el odio que ello me representaba. Así, en la puesta del sol rastrera, mientras viboreaba la última luz hasta mi cara; así en la cada vez más penetrante oscuridad de plata y sobre mi cuerpo y el suyo y los libros abiertos frente a las frentes. Así hasta el cuerpo adelantado que de pura fe me daba, de buena napoleónica que era en su sótano.
Amanecí, sentí el hueco de pelo que iba quedando en mi cabeza, y el resto real deslizándose hacia el piso por mi espalada desnuda. Pusieron un espejo delante de mi rostro que desdeñé con poca autoridad. Al incorporarme, el veterano hablaba:
- No creas que estás obligado, pero una vez ahí no podés darte el lujo de divagar, ni retroceder. Nosotros no vamos a existir, pero vamos a estar.
Mis lentes nunca habían estado tan limpios, ni mis ojos tan irritados, tenía la lapicera al alcance, y el libro de tapa roja divisado en el mar de páginas de las estanterías. Entró un hombre uniformado derecho a mí, me hizo un acuerdo tangible a Pablo. Tiempo hacía que no calculaba que el miedo, fuera sólo eso.
-Buen día-. No debía hablar entonces y no hablé.- Puede orientarme, hace dos días que he frecuentado las librerías de la zona, y todos me dicen que aquí puedo encontrar lo que busco-. Yo era un ropero, apenas abanicaba una de mis puertas. Su cara estaba rabiosa y gritaba estoy mintiendo. -Busco un ejemplar de los ejemplares y pago lo que sea eh! ¿Usted es un empleado? Sí, por supuesto debe ser, no sabe nada, los empleados nunca saben nada, ellos hacen lo que les dicen pero son tan culpables como sus dueños…bueno, vengo por la edición, ¿me entiende? Llame a la muchacha, ¿No atiende una muchacha francesa?-. Ella estaba en mi cabeza, y en mis oídos estaban los instructivos: andén dos, Literatura Infantil, los libros finos de lomo negro, algunos anteriores, quizá miles posteriores, en el momento de su exasperación. Era ahora. Salí de atrás del mostrador, ella me espiaba, seguro, desde algún sitio. Caminé parapetándome entre las mesas de ofertas. Me agaché sin dudar, retiré el libro aún con más firmeza, me levanté, el hombre me había seguido como esperando comida. Lo esquivé, fui al sótano, ella me lo había indicado muy bien. Recibí su abrazo y su boca desesperada, sacó un librito fino y mohiento del baúl, tomó el que yo bajé, y medio ese como con la solemnidad de estar izando una bandera pirata, me dio una hoja, algo escrito en francés y supe que ese era el documento. Me indicó que volviera arriba con un gesto complacido que nunca había sido para mí.
-Eso, eso señor El Pozo. ¡El libro!-. Me tocaba hablar, y lo haría bien por su cara gimiente y sus manos fuertes:
- El precio por el mismo es su firma en este documento, que no puede leer-. No supe si lo que dijo fue un insulto, o resultado de un delirio creciente. Luego me miró desconfiado, odiándome, en pleno síndrome de abstención. Pero estaba absolutamente de acuerdo con su cólera.
-¿Sin leer? Firmar sin…me había advertido que el precio era absurdo, pero esto... Flaco: ¡agarrame, mirá como firmo!-. Se dio vuelta y cuando enfrentó la puerta, el veterano salió de un modo y de un lugar insólito interrumpiéndole el paso y le habló tranquilo, en un tono sumamente convincente, con un arma en la mano apuntando suavemente al piso. Yo esperaba violencia, y si la hubo, no la entendí.
-El costo es ese señor. ¿Acaso entiende que usted tiene en su mano fragmentos de un país real y otro de sueños, lleva sangre, ideas, nos lleva a todos, lo lleva a Él¡ Le decimos que el pago es su firma, y le aseguro que usted no va a perder nada que no quiera.
-Ustedes están locos.
-¿Y usted? ¿Mírese? ¿Mire lo que vino buscando? Considere lo siguiente: se lleva sin costo ni dolor algo que quizá no es original, sí lo es, pero supóngalo, y nosotros sólo le pedimos su firma en un papel sin valor legal, mírelo, sin embretar, ni valor notarial -. El más confundido era yo. No quería estar allí, me sentí ridículo, usado, quería regresar a la falda de mi abuelo y dormirme mientras escuchaba su risa entre olores fuertes de tabacos, tambos y sabotajes.
Sentí que en mi espalda estaba Jeanne, siendo una madre, siendo mi cuna. continué haciendo mi parte, y si lo suyo fue engaño, fue hermoso.










































XVI
Capítulo inconcluso

¿De dónde surge el amor por los libros? Cuando el lector/escritor se entrega a la literatura: ¿a qué se entrega? ¿A una aparente vida flagelada de papel y tinta, soledad y gloria?¿Espera una vida sin la mente como techo, trascenderla en por lo menos un libro que lo salve, un verso que le valga la pena a alguien?¿Se entrega al ser humano que engendró con tinta, con cincel, con su teclado, con su sangre o sus efluvios, el entretejido caprichoso o indomable de palabras, que no son más, que tierra donde germina o muere todo? ¿Le interesa los móviles, ridículos o apocalípticos, sociales o evasivos? ¿Le interesa al que dice: amo la literatura, saber que estamos ante un acto de cobardía, donde el escritor corrompe el puro pensamiento por la pertinencia estética o ética? ¿Por qué doblegar las expresiones de conceptos y por qué llamar conceptos al impulso de manifestar, de eyacular egoístamente siempre eso que cae y se radica en el mundo con destino incierto? ¿No sería más fácil hablar, gritar y más efectivo que la palabra corrompida? ¿Qué poeta escribió sobre la arena, sábana de tiempo y frío y se quedó hasta ver desaparecida todo su arte, toda su elocuencia? ¿Acaso yo no soy el peor de los resultados del egoísmo,una voz en el papel, esperando un abominable curioso, un testigo casual, esperándote?¿No son los gemidos del niño, ese espantable balbuceo lo verdaderos versos de la vida, la expresión casi telúrica de la naturaleza en nosotros, de nosotros en la naturaleza? Si bien la poesía ha sido el móvil de muchos de los progresos científicos humanos: el alcance de nuestros egos es el cenit inefable de la ciencia ficción. ¿La humildad es quien mueve los músculos, los nervios de nuestros dedos lujuriosos? ¿Quién recita su poesía infinita a la vela eléctrica de las noches incandescentes y duerme extasiado por un éxito único y universal? Yo no. Un anciano es poeta llorando su descendencia, lo que lo hace hombre, en un cuarto de geriátrico, sólo (ojalá supiera el mundo amar cualquier hombre viejo como a su padre, su abuelo, como a sí mismo en cuestión de días); el suspiro agotado de una mujer perpetuando el matrimonio, un insulto en plena fiebre de alcohol o de fútbol; un pájaro parado horas en la antena, existiendo solamente.
El poema no se embarra.
no salva la risa
de un naufragio de hambre.
El poema no desinfecta
ni cicatriza.
Ahora hay papeles
y firmas que se humedecen.
Ahora hay cenizas y huesos
que rejuntan ellos.
El poema no acaricia
no desea, no besa.
(El amor se salpica
de sangre profana hasta los rezos).
Ahora hay gritos
que dicen cómo,
que ufanan cuanto,
que amamantan,
que envidian muerte.
El poema tamiza
aunque se infiltra en todo…
es en medio
de la niebla, y la profecía.
Es entorno
de lo impoluto, y lo impúdico.
Es parcial,
con más oasis de cielo,
que lluvias confusas y cárceles reales para ellos,
con sueños
con barro;
con firmas,
con hambre.

















































XVII
Digo: Club Azabache, barrio Mondongo.

No sé desde cuando sueño con el Club Azabache pero fue en febrero que se me quedó estampado atrás del párpado. El derruido mamotreto negro y abombado, al crepúsculo, parecía un enorme bicho. Brilloso como la mayoría de las casas, garitas y bancos de Villa Teresa. El poblado fue pintado con los restos que la compañía de trenes SNCF regaló a cambio del uso del predio del camposanto como estación ferroviaria, lugar estratégico por estar al lado del muelle de Concordia. La mudanza de los ataúdes, estatuas mortuorias y artes a fines, pinos y pinochas, araucarias y rosedales, fue hecha por los empleados de la intendencia, pero la construcción del nuevo cementerio siguió en licitación años. En ese período, el Club Azabache prestó su cancha de fútbol profesional y parte del cilindro negro y redondo, una lentejuela de dios caída en pleno ditirambo, como albergue transitorio para el resto de todo aquello. Todos vamos a recordar por siempre el ruido ensordecedor de las moscas y el escándalo de truco y retruco que las luces malas metían en las madrugadas largas.
Club de adictos al tronco que oficiaba de estaño, que más allá o más acá del sueño sostenía como en una palma de humo y vaho a los encallados de rutina y agonías varias…Club que no dio más fruto que algún reencuentro entre primos, que no lo eran en la sangre pero en pleno esplendor del pedo, se hicieron de dolor y sordera, y algún que otro noviazgo corto entre viudas desconsoladas y parroquianos que a pesar de los litros no perdían la compostura, ni la peinilla negra en bolsillo derecho del vaquero. Club sin deporte, sólo con bar, baño y cancha de tierra santa donde se hicieron los entierros más divertidos del mundo y velados cumpleaños de quince, beneficio sólo para socios.
Soñé con el club un febrero, días antes que la prensa empezara a rumorear la confirmación que, de cementerio, pasaría a ser depósito del aserradero Romi Soulex, depósito con baño, y socios. Premonitorio, coincidente, augureoso, lo cierto es que estuve allí, como antes una noche, sin pisar de cuerpo cierto ni cerca la vereda sin baldosas, ni orinar el tazón digno de elogios sólo borracho y aguantando la respiración. Soñé y sentí indiferencia, ahí se quedaron dos, mil yo que hoy he olvidado. Y sé que su venganza es haberme obligado a ser quien soy ahora. En la cabeza, el club me puso una tribuna, y nadie lo supo. El se tragó al niño virgen y agradable, que recitaba a Reissig por aplausos y tomaba por no haber otra forma de amor mejor para dar entre alcohólicos amables. Él me tragó. Yo lo callo...
Ella ni idea de mí. Pero me besa. Yo ni idea de ella y le presto el silencio. Sigo esta paranoia, en todo caso no es mía, eso es lo mejor, la continúo hasta que me pudra. Me visto como ellos quieran, cambio el acento dentro de mis posibilidades y digo lo que ellos dicen que yo diga, no intercedo en el uso de la fuerza sutil con que la increpa, ni en la sumisión con que acata la frustración y prende cigarros antes del sexo; figuro no leer lo que ellos me obligan a no leer, no pregunto lo que sé no me van a contestar, no dudo de mi ingenuidad, veo a Pablo pasar en su auto pero no calculo ninguna coincidencia. Han pasado muchos hombres, sólo alguna mujer y mandada por hombres. Cada vez son más…Sin pensar continúo la rutina esquizoide: recibo al cliente atrás del mostrador, retiro el libro del mismo lugar de la estantería, voy abajo, recibo de ella su boca siempre más estática, agarro el dichoso documento en francés, sin leer como lo entendí desde el inicio, subo lento los veintitrés escalones y observo aparecer desde el lugar indescifrable entre pared y estantería, más cerca de lo maravilloso que de lo fantástico al veterano y su hablar hipnótico. La policía no existe en esta cuadra, no dudo de las buenas relaciones que mantienen con él o con ella.
Era fresca esa mañana... un niño vino. Entró escondiendo la frente, llegó al mostrador y di la vuelta. Me agaché para enternecerme más de cerca y vi su miedo, estiró su manito y en la mía dejó una esquela. Era letra de grande donde se leía: “La francesa sabe quien soy, por favor denle a Manuel mi hijo el ejemplar. Él firma por mí, él soy yo… aceptaré esto a su regreso, o nunca.” El veterano terminó los trámites gustosamente. Mis ojos seguían los ojos del niño con una atención antiguamente ahorcada. Miraba, el nene, la ropa del veterano, los libros altos del estante de atrás mío, esquivó mis ojos y hundió los suyos en sus manitos que ahora apretaban una lapicera que no agarraron, y dibujaban unas líneas que no entendían. Luego, sostuvieron un paquete de papel marrón y cinta negra, que no pesaba. Le resultaba feliz cargar aquello con tal firmeza, lo supe por el saltito doble de su pie izquierdo. Su pelo larguito se hamacaba en su espalda y afuera, un auto gris platinado me ahorró dulzura, con más odio.
Ahí fui yo en un auto gris, cómodo, cantando, en la falda más huesuda y con más tiempo de la historia, desconociendo un mundo afuera ultrajado, empapelado de intenciones, absoluta y miserablemente ignorado.
Ese día no soporté la duda, ¿por qué dijo la francesa sabe? Demoré unos días en preguntárselo, pero lo hice. No era la gran incógnita pero, por lo general en la historia humana, los grandes descubrimientos llegan por casualidad, cuando se está buscando lo contrario o algo no tan parecido: una ruta a las indias, por un continente de oro, cuarzo, más cristiano que el cristianismo.
Su respuesta fue de humo. Fumó mirando las pequeñas ventanas, con la nuca hacia la pared y los ojos entre abiertos evitando el hilo blanco, y después, quieta, salvada. Se levantó con clara libertad en la cadera, subió las escaleras, dejándome sólo.
Escuché palabras breves de Jeanne y seguido frases rápidas, contundentes del veterano, luego los pasos del hombre hacia la puerta, la estera metálica de la entrada. Mi estornudo evitó que no la dejara del todo contra el piso, no la escuché golpear. A ella no la encontraba, no podía hermanar los sonidos provenientes de allá arriba, con sus sonidos, la veía quieta o suspendida, se me agolpó la última mujer colgada en la pared del cuarto: una monja negra, la primera monja, y negra, dando misa en una capilla rural de Lavalleja, que irónica asociación. Como lo ha venido haciendo las últimas noches, el veterano no bajó inmediatamente, se quedó ordenando o desordenando, escribiendo o borrando, siempre había algo cambiado a la mañana y él, nunca estaba. Cuando volvió la francesa pisaba lento, sonreía y ya no fumaba. No era de esperar: atrás venía el hombre.
Con su tono de policía bueno, comenzó a hablar siempre directo, esa virtud era lo único envidiable: su forma sentenciosa de generar miedo pronunciando palabras aladas; la indignación y culpa de tener motivos para matarlo después de, como a conejos, mostrar estratégicamente sus palabras soberbias:
-¿No has visto que las cartas vienen dirigidas a ella, o que los periódicos o pedidos de libros tienen inscripto Sra. J. Stein?-. Nunca había visto cartas, periódicos sí, y la tentación de recortarlos era exasperante. Sra. J. Stein, era cierto, alguna vez había visto eso de J, o de Stein, o de Sra. en algún envoltorio y se me habían ocurrido ciertas conexiones no posibles, pero ¿quién es él? Y no demoré en preguntarle, y lo lamenté. Hay preguntas, que nacieron para no ser formuladas:
-¿Y vos quién sos? camuflado en el anonimato ¿quién sos? ¿Qué sos? Digo...
-¿Quién soy o qué soy de ella? Su marido. Y vos Francisco: ¿Qué crees que te hace digno de averiguar y de estar en el medio de nosotros? No tenés respuesta, porque la respuesta la tengo yo, ella quizá sabe, pero no le incumbe entenderlo, ni averiguarlo.

En el club hice mis recortes por primera vez. Un incendio en el barrio Tres Focos, un hospital estatal. Fue increíble la sensación, mientras la tijera seguía borrachamente el fuego, lo más exacta que pudo sobre la silueta incandescente. Mi mente, recuerdo, recorría el fantasma de mi madre igual de ágil, sin salirse un punto de sus brazos, sin descuidar uno sólo de sus brillos, sin dejar rastro sobre nada.










XVIII
Un momento feliz.

El inmenso silencio del baño, me acerca un sonido blanco de baldosas y aristas ultrajadas, por el incesante ir y venir de ecos como murciélagos hambrientos. Mi cuerpo ha estado bajo el agua de la ducha. Primero bajo un agua caliente y rabiosa, después sólo cálida, mesurada como sólo lo puede estar algo santo. Y por último fría, helada, sufrida y con más fuerza que nunca, y esto es, ya sin sol, ni luz eléctrica.
Tengo la puerta de entrada a mi pieza, atrincherada por pilas de periódicos, Pablo es mentiroso pero lo que miente lo cree y nunca falla. No sé por qué lo hace pero siento, que no morirá antes que yo, por no dejarme enteramente sólo, y no entiendo con qué intención. Mi casa estaba sin alma, la mugre era total. Eso no fue lo incómodo, sino el hecho de verla, de reconocerla como un fenómeno en el que me siento involucrado. Y no solo sentir la suciedad a través de la mayoría de mis aptitudes, sino de sufrirla, de querer sacarla y sobre todo de poder hacerlo. Mis pies se asustaron de la tierra, de las hojas resecas, de la bosta de ratones, la humedad de un piso ensombrecido desde hace tiempo. Mi nariz no distinguía la diferencia entre oler emanaciones despreciables y hundirse completamente en ellas. Y al girar el pasador de la ventana, creí quebrarle la columna a un viejo amigo que inoperante, me traicionaba desde el principio de los tiempos, cumpliendo una promesa oxidada, olvidada, por placer. La luz aunque grisácea, entró riéndose. Y su burla fue constante mientras aprendía a limpiar y a disfrutarlo.
Entré a la ducha al mediodía y no he salido. El edificio recibe el agua caliente de las calderas de la fábrica lindante. Pero se acaba después de que se bañan los empleados del último turno. No he salido. Me estoy ahogando la piel para resucitar alguna sombra que al acompañarme diariamente, por lo menos, no me arrastre. Los recortes, los hijos del filo y cosas mías. Tengo que sacarlos, no sé si hacerlo despacio, si como a higos con la mano, si como a piel muerta en la herida, los saco a golpes, como a avispas encarnecidas sobre el cuerpo de un niño. Sacarlos o arrancarlos. Estoy arriesgando mucho de mí. Y el agua cae en tremenda cascada. Quizá es aquello de lo peor para lo último de mi padre, y de su facilidad para la esclavitud que defendió por el sueldo de sus sueños. Claro si lo último para él era, volver a casa, conmigo y mis ganas de arruinarle la vida, de tocar el bandoneón, que eran ganas de tocar el arpa, y de escribir sobre él. Me saco su acento de ciudad irreconciliable del lomo y borro sus consejos.
No tengo escobas, comencé a barrer con un buzo que envolví en el pie. Traté de hablar con el matrimonio del patio, pero acá ya no viven más. Por juego golpeé la puerta de Atilio y me atendió su madre, él está en coma desde no sé cuando, calculé meses desde la última vez que lo escuché merodear entre los pasillos. No me animé a pedirle una escoba, nunca lo había hecho, no sé cómo se hace. Pude ver aquel cuerpo enorme, y su cabeza pelada, debajo de una sábana amarilla, muchos cables y un tubo de oxígeno.
Volví tranquilo a mi pieza, y noté otros cambios antes: en vez del matrimonio hay un flaco que trabaja en la fábrica y que tiene un hijo chico que lo cría abajo Ignacia, la dueña; vieja serena, que dijo entenderme cuando le hice saber que yo tenía libros e instrumentos: Los artistas son así, nadie los puede atrapar, si no les dejan espacio se evaporan. Lo sé porque yo...yo tocaba el piano y.... ¿Te saqué la radiografía?
Supe lo del niño por lo obvio, su paso de peso agradable yendo y viniendo por las escaleras, la túnica en el perchero común, y su risa más inocente que de seguro sus pensamientos, y lo del padre por la presto barba usada sobre la tapa del inodoro, y las botellas de Espinillar afuera de su puerta.
Lo hice; en este explosivo golpe de felicidad, bajé a preguntarle a Ignacia si vio mi escoba azul de plástico, o mejor una de paja bastante nueva. Esa pobre clasificación fue el comienzo de un aún más paupérrimo final del día. El chico sentado en mitad de la escalera rompía un robot de plástico azul, me surcó con sus ojos de espejo. Y, mi apenas muerta realidad, dio su golpe inclemente. Apenas alcanza mi pie derecho el piso de la planta baja, cruza mi padre, sale de piedra de la puerta de Ignacia, me ve, me habla, sé que me dice algo, resuena su barullo en mi frente. Me vuelvo, subo la escalera, ya no estoy en el reflejo del infante.
Quizá me creí vivo entre tantos pensamientos agradables… Sino hubiese continuado aquella picardía de creer que barriendo limpiaría la esencia de la mugre, ya habría salido del flagelo del agua de hielo, que me surca como tijera.

















































XIX
Polo opuesto.

Desde aquella sentencia casual, de intachable sarcasmo, no he vuelto a la librería. Los límites de mi locura no permiten el dolor, más dolor por lo menos. Él aseguró ser su marido, y sí yo no supiera a ciencia cierta de que Jeanne no me ama, no me hubiese importado. Si no me ama y está casada con el veterano, y si jamás él mostró debilidad, ni interés de ser parte del juego sexual: ¿qué maldita intención me amparaba en ese sótano desencantado? La violencia era clara, ella era coaccionada. Por eso le he agregado padecimiento, eso era así, el veterano la tenía atada con algo espinado, lleno de púas. Le agregué cadenas y tristezas, y pronto entendí que tenía nuevas nostalgias y enternecedoras palabras para agregar a su recuerdo. Pero aún así, seguiría en el medio de ese silencio enredado a las cosas. Sentí asco, algo cínico rozó mi esperanza cuando aquel pronunció su frío discurso con aire bonachón. Se me pobló la mente de sangre, de testas partidas, de cuerpos destrozados, de niños desconsolados y soldados victoreando fotos de diarios y revistas. Y aquel asesinato enigmático, del que Pablo aseguró que estaba ella involucrada, primer móvil de mi acercamiento a la librería Azul, sorprendió mi cuerpo, sacudiéndome el llanto.
-...marido... Miré a la francesa entonces, no reconocí en todas sus manifestaciones de cosa viva, señal alguna que indicara la inclinación de mi suerte. Me di cuenta que la quería, de que estaba queriendo desde el centro, desde una hondura humana inimaginable. Saqué el único libro que quedaba del baúl y corrí escalera arriba. El veterano estaba a unos metros y me interrumpía el paso, no sé si fue por la sorpresa de mi reacción o qué, que antes de tomar aquella postura de ataque que imponía a los clientes del ejemplar cuando intentaban irse sin firmar, salté y le puse el pie en el pecho y lo esquivé o lo pisé (no me era más duro el piso que la extraña escena que iba desarrollando) y al llegar a la superficie, tiré la estantería de literatura infantil obstruyendo pasajeramente el paso a los esposos. Luego llegué a la calle tirándome por debajo de la persiana a medio cerrar y corrí en direcciones irreconstruibles. Dos días después me hallé en frente la actual empresa Romi- Soulex, y llamando a gritos a Antonio.

No le conté absolutamente nada, no sé hablar mi vida, la vivo de forma involuntaria, la escribo o la pienso con extravagante acervo, pero contarla es asunto de otro. Sólo me quedé callado mirando aquel viejo amigo de mi abuelo, jugador empedernido, bueno pero inservible, como todo hombre que deja correr el agua sucia sin ponerle un rezo tan siquiera en el paso, lo recuerdo en mi mente de pocos años, pero testigo de todas formas, de que existió un sólo hombre en la vida, digno de himnos y ceremonias conmemoratorias y fue aquella figura colgada del sauce.
Aprontó mates, cortó chorizos, se emborrachó hasta que dejó que la bronca fuese su capitán.
¬- Nunca me pagaron, puta carajo, nunca pagan a los que trabajan, la plata queda, mijo, en el bolsillo del patrón. Que parecido a tu abuelo mijo. El que busca plata y no comida hace plata y come como rey, pero el que quiere comida y no plata, pasa hambre como burro-.
Estuve días abusando de los vicios de aquel hombre que casi me mata por soledad, y que casi me salva por el mismo juicio. El tuerto me estaba apadrinando y me tuve que ir, tanto parecerme a mi abuelo, ya le iba resultando el mismo, y entonces de considerarme amigo, iba siendo ya el dueño de su pena, y por lo tanto el merecedor de las culpas y los reproches. Mantuve el Ejemplar lo más lejos de su alcance, y del mío. No lo abrí hasta pasado varios días más. Pensé que lo mejor era no leerlo, (consideré la opción de quemarlo pero no lo hice por inocente rebeldía) yo conocía la edición publicada en el treinta y nueve, la tenía en mi pieza: cien páginas de papel reciclado, la cara andrógena con firma apócrifa de Picasso, hecha por la hermana de Onetti. Ese sí lo tengo leído. Aunque la última vez resultó que me distraje en un hilito cobrizo pegado en la hoja sesenta y uno, un alambre brillante, un pelo rubio pensé. Lo saqué, dejó un surco sobre la palabra verdad escrita última, lo mordí para reconocer su origen. Definitivamente no era pelo, y opté por un fino rayo de oro de origen increíble.
Entonces una tarde quise irme sin decirle nada pero noté que en su demencia de viejo, corría una verdad más lúcida que cualquier otra cosa en la vida. Mirando al horizonte, después de acomodarse el sombrero y espantarse una mosca pronunció: mijo vaya a donde vaya, nunca descuide la facha de la muerte. Esa perra va a ser siempre su única vecina.
La trivialidad del mundo se desmoronó en fragmentos inverosímiles. Cayeron los telones, la escenografía, todo fue polvo girando en un viento de realidad. Miré mis manos como buscando no encontrarlas y, aunque estaban, blancas y sucias, no eran más aquellas que arrastraban los objetos que tocaron con deseo, el deseo estaba, estaba en sus estrías, estaba en mí pero no el pesado mundo de las cosas. Deseaba sin nombre. Me marché repitiendo la frase en la garganta, como harto de la comida más completa que nunca comí. Mi vida tenía una simpleza de loco desde unos meses atrás, ahora a sólo palabras de distancia una compleja maraña de corduras me imponía su desenredo. Yo quería entender y eso era nuevo. Como con toda galleta debía agarrar los anzuelos, desenganchar la brótala y tener el coraje de perder horas al sol, valiosas de pesca. Pero aún antes, muchísimo antes tenía que ordenarme y encontrar la paciencia, la ciencia de la paz decía abuelo Martín cuando me encontraba en el tangerino, rabioso porque la vida era pesada, lenta, sufrida, (mi padre y el rebenque). Me dirigí a la pensión con intenciones alquímicas, dispuesto a reconciliarme, con la presencia imperecedera de la muerte.




































XX
Para morir
Y quiero creer que la vida es una hija ilegítima de una diosa universal hermafrodita. Y que la mujer es gloria de un estanque cósmico que deja habitar en sí, los futuros ojos, los cerdos, los hombres, las especies. Quiero creer que hay un puente en donde los hombres, no como especie, como género, no pasan, son aniquilados al querer transitar por él, con un golpe de algún instrumento de ciencia ficción humana, o de simpleza extraterrestre, que le borran el tiempo vivido, el recuerdo del dolor, del amor, del tiempo, lo inmemorian¡¡ Y esta palabra sirve por ser efímera, aquí nació y aquí desaparece, es fea, insonora y sin significado, hija de la ignorancia (yo soy el mezquino, no el lenguaje. ¡Pero no es completo el alcance de olvido; aniquilación implica ausencia física, ¡no me sirve!) . Que sólo un gran espíritu femenino suave y sexual, conquista los pasillos, las escaleras, aliviana las mudanzas, y los sótanos.
Sólo lo puedo pensar, no lo imagino, no puedo ni encerrar en esta mente absurda un solo rasgo de un dios femenino, una cosa femenina, ni algo amorfo a penas asexuado. La grosera majestad de un gran macho celeste, un falo hecho de espuma, alegre, temperamental, ansioso, que salta sobre mí, y espía con derecho, con todo el derecho por ser yo, la raza, migajas de su ego, de su ego pandémico. Aquel ojo en todo el cuarto, que en el sueño horrible anduvo congelándome, es lo único que tengo clavado en mi cabeza, y salvo ella, y un leve olor a brazo frío que es mi abuelo, lo demás es puro dios, omnisciente, omnipotente, homicida.
Hasta hoy no había sentido la propia vergüenza de la retacienta religión que cargo como sarna sana. Los curas, sus caras de porcelana húmeda, sus palabras de amor monótono, amontonando monólogos y enmoheciéndose sin aire, bajo la sombra imperfecta de su dogma impoluto. Y yo niño mirándolos de a ratos, creyendo más en la sangre de cera del cristo crucificado, que en la palabra viva de sus evangelios. Temiendo a la Biblia y sus suntuosas interpretaciones, y confirmaciones paranormales, y castigos delicados o no. Si la religión dejó algo merodeando mis abismos, fue miedo, miedo a todo, y por cierto: lo guardo, aunque clasificado en frascos precisos, identificado y listo para las ocasiones debidas. Esto, así como la poca alegría con que lo contengo inactivo, también lo enterró en mis baldíos, muy llanamente, mi abuelo. Muchísimas noches magras, de viento estival, constante y ruidoso, de lunas llenas o negrísimas: el cuarto, uno de esos en donde un cerro entra parado, mi vista siguiendo los hilos del aire invisibles, filosos, y un grito quedo y continuo mientras la cara de aquel ángel triste y mortal besaba mi frente... susurra... para él más que para mí... dejá hijo las cosas y sus misterios tranquilas. No hay peor miedo que el que no se siente.
Quién diría que el tiempo habría doblado aquellos miedos prolijamente, acomodándolos en repisas endebles, alcanzables hasta para la más ridícula de las situaciones. Y la muerte ¿qué papel juega? No sé que tiempo hace que vine de lo de Antonio. No he comido. La idea de comer trae silencio a este silencio insalubre, aunque no más que la de la muerte. Muerte, ya no siento el paralizante dolor en el estómago que tenía estancado desde que el viejo dijo lo que dijo. Pero sé que estoy irrefutablemente en mi mira, que me observo, y esto me da reposo. Por ejemplo: estoy escribiendo o estoy pensando, puedo decidir sobre el grado de realidad en que estoy; nuevamente en mi pieza, esta vez puerta trancada, ventanas cerradas, lejos de todo (cerca de todo); puedo decir soy yo porque recuerdo, porque me recuerdo y con él (conmigo y con el recuerdo) viene el dolor o la añoranza breve, puntual de ocho o nueve cosas. Me observo, tengo en mis manos una extraña caricatura de un dictador, que pisa, un cuerpo borroso, que tiene rasgos de héroe, y pienso en varios significados, y pienso en que el significado depende del lugar: un milico verá un motivo de irreverencia, y el término no es preciso, es irónico y blando, reconozco mi ignorancia de lo que piensa un milico. Deben estar (y comprendo el interés que me acaba de despertar la caricatura, a pesar de haberla tenido en frente más de tres horas) esas dos figuras, significando mi neologismo: los militares ¡inmemorian a los hombres!. Y lo que deseé ya no lo hago, me estoy reconociendo imbécil, (estoy extrañando, Jeanne comienza a parecerme imborrable). La soledad es un estado, lo llevo conmigo y lo despliego, lo libero, me lo derramo encima; estiro la mano, busco una caja de fósforos, una pequeña chispa, una mínima culpa, extraigo una, dos y sobre mí, la tiro encendida, para morir por ser hombre, no como especie, como género.






















































XXI
Santa María

Me voy a Santa María, claro que escapando, no hay otra forma de llegar. Escapando con culpa y con miedo, uno de esos, cualquiera.
El veterano y su presencia rondaron la calle toda la noche. Aunque el calor fue inagotable no abrí las ventanas. Sabía que era él, escuchaba allá abajo sus resoplidos, su forma de escupir los puchos terminados. Cada tanto caminaba hacia la esquina de la estación, me imaginaba que para comprar cerveza, o cigarros. Si esto era así, estaba ansioso, y si era que la ansiedad lo incomodaba, tenía un objetivo claro, y yo lo sabía. Varias noches, lo escuché moverse allá arriba, entre las estanterías, extrayendo libros, hojeándolos y devolviéndolos, lo escuché toser secamente así, como anoche. Cada tanto la francesa subía, caí en la cuenta de que estas actitudes eran señales de que estaba incómodo. La francesa sólo se despertaba por los truenos, por el llanto y por el veterano inquieto. Mis ronquidos le eran besos en la panza parecía.
Una noche los escuché hablar en francés de forma muy pausada, no había cariño evidente aún para mis oídos casi casi monolingües. Pude reconocer las palabras: tristess;, le long remords (que dicho por Jeanne me conmovieron más que emitidas por el otro); vieili ennemi (que pronunciado por el veterano causaba verdadero asombro); quizá Gouffre, pero nada como morts, cimeterè, caveau. Así como tampoco mon enfant, beautè. No deduje mucho de aquello, yo ignoraba su matrimonio, lo ignoro aún, serán marido y mujer pero yo era quien usaba su femineidad, quien mordía sus pezones, sus huesos, y jugaba con sus lunares como botones de una máquina espacial para andar en terrenos siderales, después del coito, antes del sueño. Él ¿quién es? Y no me importó, ni me importa ahora todo eso de que él me conoce: ¡yo me conozco! La pobre sufre su propia arrogancia, no confesó nunca su martirio si es que es martirio ser esclava en esas condiciones. Me usaron porque quise, mientras mi poco de hombre aguantara yo seguiría ahí; mientras mi incertidumbre estuviese invernando, yo mamaría de la ignorancia. Sólo una cosa busqué con certeza en estos años que son mi vida: experiencias para mi soledad, llevar el cuerpo a algún sitio y que todo lo que baila en la creación se me amalgame, se me adhiera y así yo correr a mi mundo, en aquella pieza de pensión. No sé... no concibo otra forma de andar, jamás he sentido aburrimiento, no me cansa la rutina, no me martiriza el trabajo. Puedo ser el primer engranaje en colocar, y el último en reponer. Sólo, si es posible, tener un sitio donde caer vivo, y despedazar lo muerto de los otros, en los otros, a los otros. Me pudieron haber hecho condenar a todos aquellos ambiciosos firmantes, a su propia muerte, propia ruina, pero no tiene importancia para mí. Mi ignorancia fue un escudo, aunque no pueden obligar a la mente a olvidar todas las cosas. Ahora me voy, me estoy yendo.
La madrugada es de frutas, tiene colores, olores y texturas tangibles, rugosas. Si pensó que intentaría escapar, estaba loco. Estaba loco sí, nunca entenderé porqué no vendía los Ejemplares (nunca vi dinero en ninguno de los muebles, ni cajones, ni cajitas, ni baldosas sueltas, ni ropa íntima de Jeanne mientras estuve con ellos), teniendo las dos cosas a favor: la francesa, su origen y lo que significa, su fama de asesina, que si llegó a mí, larva intelectual de alcantarilla, y a Pablo, traicionero caino, surisdor de fraudes; tiene que haber llegado a oídos hasta del propio Onetti; y el otro elemento fundamental: la comedia que se generó en torno a la librería Azul. Más de cinco horas parado frente a mi ventana, yo quería creer que la estaba esperando para completar mi asesinato, o que ya la había asesinado y puesto en el baúl, cubierta de cal y libros. Cinco horas, alcanzarían para leer dos veces El Pozo. Linacero tendría alguna pista largada desganadamente para que yo encuentre vías infinitas para la ubicación de alguna aldea lejana, o cercana de imaginación. La imaginación es el terreno de la vida y de la muerte. (Es cruel. Linacero es cruel y eso lo veo y reveo y eso lo veo aún creyendo cada una de sus egoicas y mitómanas verdades. Se puede decir que anhela la bondad natural en el hombre, que tras esa barba sucia y divagaciones de violador, palpita un corazón añorante de ternura y espiritualidad, pero tantos tenemos ese paraíso artificial y no humillamos la luz que nos queda. Toda la obra es una galería decadente, salones cerrado, vacíos sucios, vidrios con agujeros de piedra, recibos acumulados, jamás pagos; una empanada rellena de ese Maldoror fraudulento, avinagrado que no puedo adjudicarle rostro, ninguno le encaja, ni sigue su suerte. Quizá ese sea el escudo que evita el encuentro, las cosas sin rostros se pierden desencontradas; un rostro: un ancla en la memoria y el estancamiento seguro del infinito posible. La exquisita escena del vestido, en esta versión inaudita, es sólo un pensamiento, una insinuación al sexo que se frena antes del antes: estira la mano, toca las tetas secas de Cecilia, y prefiere el hombro. Ahí dice: Soledad no es cosa de hombres, ni el tiempo amigo de la mujer. Lleva la mano a su nuca y repite: Soledad Montoya y ríe. No hay más, una referencia a una muerte gremial, le ronda la idea del suicidio (sí por aburrimiento); recuerda tuvo un amigo en el barrio La Comercial, que se tuvo que ir por trabajo a Santa María. Un amigo llamado Onetti, secretario de una tal, Brausen, o Días Grey, cómo llegó a saber después por los diarios vinculándolo al asesinato de la Queca una puta conocida suya. Se habla y no me sorprendí porque lo entreví en los documentos de de Jeanne, de una ruta a aquella ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos, una comarca al borde de todo, en el mismo horizonte. Un bosquejo de ruta, dos o tres garabatos lingüísticos, nada más. Eso sí dice que para llegar se necesita un bote, bruma y cargar con culpa, sobre todo, bruma.)

Estaba loco si pensaba que huiría por otra puerta que no fuera la de entrada, necesitaba volver a enfrentarlo. La tijera en la zurda, mi frente no iba a ser su destino, no la mía. La lectura fresca en mi entrecejo, fresca como una lágrima del pensamiento, como un tercer ojo de vidrio. Bajé la escalera, me aseguré de alertarlo de que pronto aparecería frente a él, porque prendí todas las luces que hallé al alcance de mis manos. En cinco horas se puede leer El Ejemplar, aquel ejemplar extraviado, oro en cuellos de niños incas. No es tan distinto al publicado siete años más tarde. Linacero no es Linacero por casualidad, ¿qué diferencia hay entre esa mente afronteriza y la de J. M. Brausen? Me voy a Santa María, obviamente, en balsa. Sencillamente en lancha flotando en cualquier río, sobre una mano abierta de oro líquido, bordeada de indeciso pasto, y juncos arremetedores. No se llega así a Santa María, no sin niebla. Como un telón en los ojos y las sombras, ya llega cubriéndonos. Sin magia, hubiese preferido más misterio, sonidos inimaginables, pero sólo el ahogado ruido del motor atestigua mi tránsito. Puedo estirar mi mano y tocar aún agua, bajo nosotros. Deberé conseguir otra tijera, delante de mí sé que habrá un infinito de caras que me rogarán su filo.
























XXII
Algo de santo

El humo de las hojas de los plátanos en las esquinas de las cuadras, tiene algo de santo. No es otoño, pero aún así los árboles desvestidos se sacuden sexualmente cuando el viento lúbrico les toca los hombros. Y el humo, tiene algo de santo.
La plaza está sola, aquí me quedo. El sol está alto pero no da calor, parece decorado de un viejo teatro que transita, o eso evidencian unas nubes torpes y livianas. Nada es como imaginé... Qué importo yo...No hay restos de carnaval, papeles, guirnaldas descoloridas, no hay gentes ebrias retornando a ningún sitio. Aquella, es la oficina de Días Grey, el médico. Aquellas ventanas sin esteras, son él.
Estoy presentable, tengo vestimenta adecuada, pelo revuelto de pibe hastiado, y por ahora el ejemplar en un sobre. Golpeo en la puerta y pregunto: ...el año? Acaso los años sirven para algo en esta fábula perversa. Si no es así, estoy salvado. Ni la vida ni la muerte (como si esta fuera cosa ajena a la vida) me pondrán esteras.
Sí, el año, el 2000, el 200.000...El humo tiene algo de santo, de litúrgico, elegíaco es. La vida breve del humo marca las horas, y yo pongo los finales. Si viera palomas olvidaría que estoy en Santa María.

La balsa toma rumbos de víbora sobre un agua punzante de tinta vieja, y la niebla no dejó ventaja. La esperaba y llegó, no la quería y ella tampoco a mí. Horas o días bajo el jugo de esa inconciencia gris, arcilla de dios en la que modela sus milagros o deposita sus sorpresas (siempre pensé que en la niebla la vida prepara un escenario de magia, hace su trabajo sucio, organiza el destino, pone un caballo en la ruta, cambia una boca por otra, abre una ventana y empuja a un adolescente, cambia las orillas de un puente, recoge almas extraviadas y las lleva a su parque. Y el hombre lo sabe, Cortázar lo sabe, Maupassant lo sabe. Quizá llegue a la casa inundada de la señora Margarita.
Jeanne debió haber sentido lo mismo en este cuerpo de agua y aire empapado. Seguro que al reencontrarse con sus ecos volviendo veloces, casi sin diferencia de peso, debió sentir aquel simple entusiasmo, ni de conquistador, ni de turista, ni evangelizador. Ansiedad natural como la que nace temprano con la seguridad que la noche cae inevitable al final del día, y sólo así, despertamos. Hoy el lunes y feliz, mañana martes; hoy Montevideo, mañana, Santa María.
Su pollera debe haber sido el único estorbo entre la piel y el muelle. Ya arriba el veterano, estiró la mano, calladamente. Abrazo desconcentrado, propina al barquero, y pasos hacia la plaza.
El astillero, piedra, ladrillo, musgos, yuyos y fierros, debe existir sólo como arquetipo de ruina en las galerías de tantos que han levantado sus cimientos muertos, a fuerza de cabeza, puro intelecto y tiempo libre. El hotel, viejo esqueleto de madera frente a un río de yeso, arena cubriendo la casi totalidad de escalones y olor a muerte y cosas de sueño. Maclod...más verdadero tal vez. No voy a permitirme reconstruir más lugares que los que estén en el perímetro de la plaza, aquellas ventanas sin esteras, estas puertas y vidrieras de polvo y el muelle de leche que me espera.
Adentro, lo recuerdo: un escritorio, una butaca, el espejo en la esquina, la alfombra oriental con simetrías, que como mandalas repiten infinitamente el hastío de este mundo en la cabeza de un hombre en la cabeza de una vos, en el corazón de Onetti.
Estoy en el consultorio, está vacío, sólo yo y la plaza allá abajo, desteñida por mugre acumulada en los vidrios. Veo el río esperándome hiriente, burlón. Veo ramas vacías meciéndose en un baile ajeno a mi soledad, a mi error. ¿Qué vine a buscar? Llegué por propósito. Entiendo que llego a dónde quiero. Ofrezco mis piernas al camino y el camino me da una bandera en el horizonte. He sufrido y esto lo llevo, y esto lo ofrezco como dinero, y llego gracias a la pureza de la coima, al lugar imaginado de las horas onettianas. Yo conocí algo de su obra, en años en que hablaba cara a cara con cualquiera mintiendo en paz y hasta la risa. Llegué con lo que tenía que llegar, ya está hecho el sacrificio y ahora... busqué la paz y una vez hallada la violé con un llanto voluntario. ¿Dónde están estos personajes fastidiosos, que se odian y se desean, se utilizan y se recrean? No están para mí. ¿Dónde estamos? Si un dios detrás de Dios a Dios remeda, el hombre adelante del hombre perpetúa la regla, proyecta el infinito en el infinito. Un infinito mortal de arena y muertes múltiples. Yo Linacero perdido y reinventado, Brausen, tengo la esperanza de que detrás de ese biombo, un hombre, o sombra se agita lento, se desviste despacio, un ronco catarro, acento molesto, dios aprendiendo a hablar.
Ya está, tengo algo: tengo este vacío. No vine a buscar nada, para eso la francesa me bastaba, Jeanne encontrada, cerca, era lo mismo que mi felicidad. Esto no tiene que ver con eso, sino con mi existencia.
Vuelvo, me asusta mi muerte, pero sabré doblar antes, correr a algún lugar seguro, la estación de policía no lo es, la casa de Antonio quizás, tal vez me extravíe en el banco de niebla y arribe en Ogigia, y arribe en Luanda, y arribe en Galilea, en Capri, en la isla Martín García, arribe en La Atlántida, en mi pieza. ¿Qué le puedo impedir a la bruma?: unos metros de sombra, de luz. Algo, un algo de carne me empuja hacia la fe, me perjura que detrás de ese biombo, hay un cigarro por encenderse, la ausencia de Elena Sala, y en su lugar, (remedo patético) un cuerpo de hombre con una mueca sinuosa de ironía.






































XXIII
Amistad

-Francisco, te busqué, ¿dónde estabas? Te traje unas revistas paraguayas con terribles fotos. Y en un diario de Durazno creo o de Entre Ríos hay toda una sección de indias en pelotas, sacadas a palazos por un inglés que compró todo.
-Yo no. Gracias, mi morbo te lo agradecen. Y aunque te necesitara, para que te iba a buscar...Es mejor olvidar la necesidad que llenarla a medias.
-Te acordás de eso hijo de...es mejor olvidar... tu abuelo? Eras chico.
-Siete-. Siete y habitaba en mi la lejana conciencia del adulto. Si ser adulto es saber reconocer la muerte del otro como propia.
-¿Qué pasó con la francesa? Sabés que dicen que sigue en algo raro: drogas, sexo, del bueno, no sé, algo clandestino. Veo que te han servido las revistas y los diarios. Me siento ahí.
-Pero no fumes-. Soy adulto, tengo la cara rota por dentro. Tengo enormes resentimientos, tristezas podridas, surcándome el espinazo. Si soy lo que se debe ser entre los grupos de gentes prósperas y adultas. A veces pienso demasiado poco, me abstraigo como en un mundo de alegorías blandas. No enfrento nada y todo me apunta, camino sobre minas diarias con pies de plumas, vago entre miradas de metal y apenas siento el leve roce helado. No hay más dolor del que llevo y traigo. Estoy entero, fragmento de vidrio, entero.
-No iba a fumar no. Pero que hiciste al final: ¿te la tiraste?
-Tenía un sótano minúsculo. Nada de libros antiguos. Una cárcel húmeda, copias de Toulouse Lautrec y una foto de su monumento al hierro.
-¡Le conociste el sótano entonces!
-El sótano y el marido. No toques esos recortes.
-¿El marido? ¿El tipo es el marido?
-Sí, el tipo, es el marido-. Sí, es el marido.
-¿No oíste ni viste nada de aquello de los ejemplares?
La única amistad que perpetuo es con las caras de tinta, diarias, semanales, periódicas, mensuales. Mil ediciones de ellas rodando por las calles, esperando ojos con miedo en las mesas ratonas de antesalas clínicas, envolviendo media docena, una docena de huevos. Sí hay un tipo, yo no te lo nombré. Tengo un ejemplar, lo tengo allí, atrás tuyo. Ella se llama Jeanne y tiene más pecas, que guerras en su haber la humanidad.
-No estoy seguro.
-Francisco ¿estuviste ahí casi un mes, y no viste nada?
-No estoy seguro.
-No estás... ¿La plata que valdrían esos libros no? Se habla de que ya están la mayoría en el mercado negro. No sé porqué no se los ha hecho público.
-No sé, en la duda toman un rumbo extraño, a demás con astucia pueden ser de cualquiera.
-Se dice que esta, francesa, los canjea, los cambia por una firma en un documento raro.
La mañana está azul en mi cuerpo impertérrito a fuerza de agua constante y verduga toda una mañana, una tarde y parte de la noche. Mis oídos continúan escuchando el mantram de la ducha ensordecedora.
-No me buscaban a mí, algo de eso había. Vos estás en todo.
-Mirá...tengo poco tiempo ¡tenés poco tiempo! Se te viene la tormenta. Siempre fuiste boludo y yo creía que en esta ibas a cambiar...Seguís viendo poesía donde hay plata, y viendo belleza donde hay poder. Sé lo que hay ahí, y lo que el rubio Stein, el marido amigo tuyo je, planea-. Su risa lo convertía en caricatura.
-Veo amistad donde no hay nada...
.La amistad es la que te está salvando. Te tenés que ir antes... ya, ayer. Antes de que el tipo te entierre esas tijeras en la frente por la que le hiciste. Y llevate el Ejemplar, este, tomá mentiroso. No es la garantía, pero te está estirando la vida.
-La muerte es mi única garantía de vida.
-Sí, sí. Sabés lo que se firmaba allá en la librería. Te voy a decir yo lo que se firmaba, vos vivís en un tango.
-Calculo, algo que no me convenía.
-Vos a nadie le importás, no valés nada. Sos tan predecible como una oruga. Y lo peor: te quise usar y no servís ni para eso y ahora te tengo amor como para no pisarte. Se firmaba la existencia de Santa María. Una boludez que no merece tanto llanto. El documento tiene validez sólo con quinientas firmas, una por cada ejemplar. Sí, pactos delirantes, como el de Antonius Block con la Muerte en el juego de ajedrez; como el que proponía el Bigotudo ¡montado en un bagre!; con Mefisto...
- El ángel acechador...-
-Pero en este caso tiene buenas tetas ¿no? Aunque es el veterano la mano negra acá. La gente empeña todo su capital, todo y más-.
-firmas ¿de quién?
-Dejá, no agarraste el gato vas a seguir los ratones... ¿Te acordás el niño? Es el hijo del alcalde, andá viendo la madeja....
-¿Espiabas?
-A un espía. Y si una sola firma falta o es falsa, tengo que avisar a un número extranjero y chao señor Stein y señora.
-¿Qué sos?
-Yo, tu amigo. Ahora rajá cuanto antes, escapá con el libro a Santa María y allá quemalo si tanto te importa. Y no regreses o si lo hacés, buscá algún sótano y no salgas hasta que no escuches más las balas, surcar el aire.
































XXIV
Soy, el único culpable de todas las muertes

“El cuerpo está siempre muerto” ¿Dónde leí...? ¡Sí! Una tijera fría es tan certera, ¿Cuánto más será la bronca, la rabia, el miedo esclavizando otras armas, otra mano, otra palabra? Sí, porque la palabra pronunciada con falta de amor te mata, la palabra que no carga calor te llena de agua enferma, y después no se seca en los días, y menos en soledad... Una fría y oxidada tijera en el pecho, levemente sobre el corazón, una afilada y mínima lámina de hierro con fuerza... Y esta es el verdugo: la fuerza, la fuerza desbocada, y quién da la orden es la muerte misma acumulada en los años. Todos los años agrupándose en secretas y macabras reuniones, en el sótano del alma se amontonan como ratas, husmeando en armonía la misma bolsa de trigo, la misma caja de libros, las hormas de queso sano, juntas para roer, juntas para quitar la carne del hueso. Y sólo falta que un viento abra la puerta o se libere un gas venenoso, primaveral, para que surjan y desesperadas se entierren en un cuerpo cualquiera.
Su pelo cano continuó moviéndose ondulado con el viento de la tarde, un transeúnte me gritó asesino. Yo esperé su muerte puntual después del gemido, y él en francés llamó a sus dioses, cristianos y paganos. Podía haberle preguntado por Jeanne, y seguro que hubiese recibido algo cómo respuesta, pero no quise, en verdad no pude preguntar nada, sólo quedé suspendido mientras veía derrumbarse al hombre ahí en la vereda, en la mía, la que corre en frente del edificio bajo la ventana de este cuarto de pensión, dónde yo tengo mil vidas muertas y recortadas, pegadas en una pared como este cuerpo irrisorio, en la pared de la memoria, donde todo es posible, verdadera tierra de nadie. Tal vez retornaba fugazmente a su cara unos segundos antes y a su sorpresa de verme corriendo hacia él, mi brazo derecho a la altura de su pecho, sus ojos de goma, y su pérdida de peso. Pero volvía a ese hombre transgrediendo la vida. “Un cuerpo nunca está vivo” se mantiene enhiesto por la luz que lo alberga, transitoria en el mundo, resurgiendo en el engrudo espeso que orbita la tierra, verdadero protagonista de la locura humana, porque si el hombre se mata entre sí y lo disfruta, esa acción, esa contra-acción, no es producto de su propia esencia, ¿qué enemigo no espera eso de sus contrarios? Sólo nos dejan las armas, las cuchillas y tijeras, los recuerdos y mentiras, el miedo y la desidia, sobre la mesa, nos ponen a todos en una pieza de pensión fría y húmeda, y se sientan a esperar, sólo es cuestión de silencio, y paciencia de reptil. Sentado esperando que no encontremos los interruptores así buscamos otras formas de luz, que no encontremos las puertas para que comencemos a derribar paredes y entre los escombros, y los que no me dejan abrir un paso en la nada, no queda nadie sano, nadie queda con toda su fe, nadie puede tocar al otro sin salir herido. Y el enemigo: serio, ocupado en otros cuartos, en otros sótanos, piezas o parlamentos.
Su cuerpo en la noche daba sentido a la lluvia. Pero mi omnipotencia fue tan leve como el ancho de la herida. Yo soy el único culpable de todas las muertes ahora. Y corrí desesperado, homicida, consumiéndome en los pensamientos que conmigo estarán siempre. Corrí como la primera vez, bajo agua, ¿qué capricho extraño? El agua ahora, antes y ahora, bautizándome y despidiéndome, dándome una extremaunción en estas calles. ¿Vendrá otra carne, otras madre me tomará en su panza y otro padre me cubrirá de asfalto? Culpa. Huelo ahora en la acera los olores rastreros de la tarde, culpa... la humedad bajo las baldosas flojas por las raíces de los plátanos, tipas y jacarandas... culpa...Hojas y mierda, restos de la feria, cosas mentales que recortan los rostros antiguos y recientes de mis días, mientras espero frente a la librería, por última vez porque me voy, verla extender sus brazos y mover sus pechos, y permitir que asome en su cintura un pedazo de piel pálida y secreta, mientras baja un libro de historia o literatura universal de las estanterías altas, contra los vidrios de la calle, si es que sigue ahí o se expatrió otra vez, o se la llevaron presa, o murió bajo tortura, o me espía a mí por aquellas ventanas rastreras, entre las fisuras de lo aún inombrado, porque lo real supera la ficción (dejó subrayado en su última carta mi madre) sino cómo podemos continuar diciendo hermoso cuando nace un niño; o siempre fue imagen, recorte de mi insomnio, y en todo caso, estoy mirando un espejismo, una ilusión que nunca me perteneció.


XXV
El muelle

Indecisa. Rabiosa o atontada. Casi mujer queriendo dominar su pelo. La he visto caer sobre cada lugar, inútil, lluvia de un sueño seco alardeando de su origen, como la nube es alta y priva lo otro lo verdaderamente alto, ella puede ensuciarnos la tarde de gris... Y más agua bajo la balsa. Yo, un desierto.
No puedo entender el orden de todo esto, o si estoy enmarcado en un esto. Mi mente se mueve en dos o tres meses, y salta a un único momento, harto visitado de mi infancia. Soy un licuado de tiempo, una torta mal hecha con cosas que no se comen. ¡Apenas puedo recordar si aquel cuerpo blanco, era blanco! Y no puedo verlo sobre mí, columpio herrumbroso, en la plaza del pueblo más desamparado por las autoridades de esta geografía. Algo claro tengo: mi marcha es hacia mi cuarto, y hacia allá tengo la muerte segura. No sé en definitiva porqué me toca. Robé el último ejemplar de El Pozo, que no es mejor que la edición de Signo. Sí lo robé y ya sé toda la historia ridícula de espías y corrupción, de especulación fantástica sobre un libro icónico que no dice nada. A demás Santa María, existe gracias a mí. Santa María, no existe, voy a arrojar esta mentira como bandera. Quién me va a creer: no importa; quién me va a escuchar: nadie; cómo no me va a salvar de la muerte: no, nada me va a salvar de esa grieta en los años. Si no es Pablo, será otro chupa media francés, cualquier otro fascista de la ficción, ya el veterano no, no... Y Jeanne, está peor que yo Jeanne Stein. No la salva ni el apellido gracias a mi novel delincuencia, a mi picardía de mono, mi miedo al amor. Pero sé que se la van a hacer dolorosa, que va a ser segura y bestial. Impondrá sus gritos unos minutos, hasta que ya a nadie le importe que me nombre una y diez veces con llantos de pájaro: -Francisco Ruiz Guzmán ¿Quién? Un soplo indistinguible, sucursal del fracaso en el más cómico suburbio, el único que la amó sin que le importe que ella fuese toda mentira. -L'unique que me a aimé.
A mí también me gustaría saber fumar ahora. A mí como a aquella figura, como a todas las figuras paternales que me han visitado en la vida. No me asombro de mucho, me han pasado las cosas para matar mi asombro. Pero lo que no está dormido aún es el deseo de ver vivificadas las caras agónicas que cuelgan en mis paredes. Por eso cuando desde el barandal del muelle endeble, vi asomar, bajo la mariposa de la noche, los brazos de un hombre alto, aquel sombrero de compadre tano, de mafioso yanqui, y vi la llama segura del fósforo, mantenerse debajo de lo que imaginé un pucho armado, hasta revolotear y extinguirse junto con la poca ropa, saco y pantalón oscuro que alumbró en su desaparición, sentí un frío fantasmal royéndome los músculos. Los lentes llegaron a brillar por el resplandor disperso de la luna y en mi imaginación vi con certeza que aquello era hombre, no era sombra ni asunto de fantasía. Lo único humano en este absurdo escenario de papel. Imaginé su risa, y supe qué hombre...El peor de todos. Una mujer baja de vestido verde o azul lo alejaba del muelle por el brazo, así como a un viento, hacia el otro lado de la inevitable bruma o lluvia, que a todos, nos desaparecía.















Índice
I. Donde comencé
II. Los de adentro
III. El sótano
IV. Por el aire
V. Inimaginable
VI. Del otro lado
VII. Dormir es sano
VIII. Odiar es fácil
IX. Hecho llant
X. Razones de peso
XI. Antonio
XII. Nombres
XIII. Una sola tristeza
XIV. Un lenguaje inteligible
XV. Engaño hermosos
XVI. Capítulo inconcluso
XVII. Digo: Club Azabache, barrio Mondongo
XVIII. Un momento feliz
XIX. Polo opuesto
XX. Para morir
XXI. Santa María
XXII. Algo de santo
XXIII. Amistad
XXIV. Soy el único culpable de todas las muertes
XXV. El muelle

No hay comentarios:

Publicar un comentario