sábado, 27 de marzo de 2010

cuento/Gertrudis

GERTRUDIS



Un colapso en el amor. Un amor dionisiaco, vago, y un descuido menor e impúdico. Una ventana a medio cerrar y ella de pie escuchando el viento crecer y crecer contra sus vidrios empañados.

Transpirada porque hace unos instantes dio a luz su lívido profundo. Mordió con su boca extremadamente abierta una piel que odiará para siempre. Su real estado es de desesperación, terror y soledad.

Mientras el sexo: vagos, por la lejanía de los nombres, identidades oníricas en esa cama de usurpación parcial. Recobradas letras y enemigos, cuando transcurrió el peor momento.

Imaginaba, otra vez desnudo ese cuerpo robusto como un pedregullo, satisfecho de su fuerza, asqueroso, dueño de su lástima, acostado en su cueva, tranquilo, esperando el sueño. Sin poder soportar la imagen sepultó esa cara y pidió al silencio la otra, la de su marido muerto. Luego llevó su mente hacia los verdaderos motivos de su vida y su dolor.

Sus hijas rubias como el trigo caminaban frente a la vieja estación con expresiones similares. Caminaban inclinadas, chocando contra el fuerte viento y su frío. Silenciosas y ausentes de todo cariño, dos verdaderas palabras nuevas tratando de no adaptarse jamás a los adjetivos de siempre, esperando que nazcan otros que coincidan con la dulzura de sus referencias.

Un hombre calvo las miraba interrogativo del otro lado de la calle. Sus vistas nunca cayeron en su vereda, aunque sentía que algo de ellas era suyo. En su indiferencia había un pedido de socorro desesperado. Pero contestó con igual indiferencia esa conversación de insinuaciones vecinas. Él desapareció en la esquina de la iglesia.

Esa madrugada, las rubias deambularon solas casi insoportablemente de la mano, recorriendo un largo camino húmedo y rectilíneo cuyo final fue el muelle nuevo que tiene sobre sí faroles amarillos y madera, construido al estilo portugués.

Una vez allí la mayor buscó reparo y se sentó mientras que la pequeña bajó por unas escaleras laterales hasta la línea del agua, estiró uno de sus bracitos, que había prolijamente arremangado, como cuando se lava la cara semidormida, tierna; y, aunque era toda agua, lo introdujo en el río hasta sumergirlo por completo.

-Toqué el fondo- mintió Inímica. La mayor había seguido sus movimientos con recelo pero se mantuvo impenetrable, formidablemente protectora.

Vieron que amanecía sobre el horizonte turbio del agua.

Partieron con prisa hacia la plaza para permanecer allí hasta la mañana larga y probablemente ser vistas.

Así pasó los oscuros minutos y tormentosas horas la familia: las rubias escapando, la madre llorando, borracha y quebrada como una copa rota que ve derramársele el vino sin poder hacer nada con su herida.

Ellas durmieron a la intemperie. Al despertar la niña grande recostada a un pequeño murallón y cubierta de hojas secas, vio a Inímica jugando. Sintió una honda tristeza. Lloró desconsolada pero tan disimuladamente que dios no pudo reconocerle el dolor pues nadie en el universo supo que ella estaba triste. Sin embargo, la menor se acercó y se recostó en su pecho que se retorcía sobre sí mismo comprimiéndole los ojos. Su cuerpo convulsionaba. La abrazó, sin otro objetivo que morir con ella en ese llanto.

De un lugar incierto provenía el ruido de un viejo Chevrolet, el Chevrolet de su padre y que ahora mal conducía su madre. Con ese sonido se repusieron y conciliaron con el día un movimiento de vida.

Avanzaba lento. La mayor se paró rápidamente y corrió al encuentro. La madre vio por la ventanilla a sus hijas rubias como el oro. Detuvo el coche sin apagar el motor. Bajó y aguardó la llegada de la mayor desprendiendo lágrimas que no asomaban sino hasta terminado el círculo negro de sus lentes

-Apurate Inímica- casi susurrando dijo la madre a la menor que avanzaba desconfiadamente, le fue costumbre desde el fallecimiento de su padre.

Cuando llegó, se dieron un fuerte abrazo, mientras la grande permanecía prendida a la madre como reconstruyendo el cordón.

-Las estuve buscando toda... casi toda la noche, aunque sabía: era inútil. Las conozco. Ya lo han hecho otras veces. En eso son como su padre...

-Como lo era papá- dijo Inímica. La mayor repuso:

-Papá falleció y ese señor disfruta una familia y una casa sin hombre, sin rey. Lo que vio Inímica fue feo. ¡Me contó mami!... hasta que ya no pudo más.

Permanecieron en silencio, hasta llegar a su hogar.

En el asiento de atrás la menor se tocaba el rostro recordando y sus ojos se ponían más turbios con cada imagen.

Se despertó a medianoche. Escuchó un ruido extraño, como de bestias en el cuarto de sus padres. Se acercó y entre las sombras y luces de la noche amenazante, divisó a su madre moviéndose sobre la peor silueta que vio jamás. Jamás había imaginado eso de los seres humanos. No tuvo que imaginar nada, vio todo con los ojos abiertos y para colmos, sin comprensión de los actos brutales que exige el deseo. Todavía con la inocencia tersa y viva, sin conocimiento del fuego que con los años la calcina, mientras exige agotarse, desnudo, aún desentendiéndose de memorias tristes como lo es una muerte más que cercana, íntima, propia.

Por entre una puerta desmesuradamente abierta, los ojos de la niña, el alma de los ojos, se espantó como, un Hamlet encunando su locura, sin soportar la traición, una segunda muerte del padre en su alma, mientras el segundo padre le besaba el vientre a su madre.

Inímica esa noche, con un grito largo, corrió hasta la cama y cinchó del hombre mientras éste desentendiéndose cedió, negoció con el esfuerzo tremendo de la desgraciada que intentaba desprenderlos, sin intención de recuperar al verdadero, pero si, de por lo menos no interrumpir su estadía celeste, su descanso infinito, del otro lado del dolor.

Pero el hombre rústico como un indulgente, la golpeó. La madre pudo haberlo impedido sino fuera por el espanto que le causaba la imagen, que para colmos se manchaba con la luz de un foco público que se filtraba por los huecos rectangulares y pequeños de la estera.

Veía a su hija reñir con ese cuerpo negro y blanco, velludo, y escuchaba un llanto escandaloso y una risa levemente satírica; y a su corazón, fuerte, doliente. Sintió el viento de aquel puño yendo hacia el cuerpo frágil de Inímica, y el viento golpeando en la ventana, naciendo cada vez, muriendo cada vez.

Cuando la madre reaccionó, la niña corría en busca de su hermana para irse de la casa. Ella se levantó, la siguió rápido unos pocos pasos mientras pronunciaba su nombre pero retrocedió porque estaba sin ropa. Al girar ve al hombre casi vestido calzarse las botas, con la vista fija en sus pechos que se balanceaban en su cuerpo desanimado por dentro por un dolor innombrable, por el efecto contraproducente de la culpa, el alcohol y la soledad.

-Tremenda noche- escuchó mientras los pasos se perfilaban hacia fuera de la habitación.

El hombre se marchó a su cueva en algún suburbio. Las niñas huyeron (la mayor confiada del rostro espeluznante de su hermana, de que por un motivo verdadero) y la mujer, frente a la ventana entre abierta, con la piel aún transpirada, y con la sensación de que un fantasma, deambulaba por la casa.


GE

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